lunes, 18 de octubre de 2010

El Diamante de Mosul. IV


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Desayuno en Mosul

Fue una noche de sueño agitado. En él volvería a aparecer Ishtar con su don de luz en la mano, pero en esta ocasión el rostro de la diosa tenía un increíble parecido con el de Helen, que sonreía maliciosamente. Cuando él intentaba coger aquel objeto de intensa luminosidad, ella lo retiraba, alejándose y riendo burlonamente. Después, la luz del objeto se resumía sobre sí misma y se concentraba hasta dejar ver su origen: ahora, en su mano aparecía un diamante purísimo de reflejos azulados que parecía atrapar la luz en su interior. Ishtar-Helen, entonces, se lo llevaba a su cuello donde lo engastaba a un colgante de inconfundible pedrería negra de azabache -como el que veteaba los acantilados de Whitby, en Gales, y que tanto se apreciaba por aquella época en Londres, sobre todo desde que la misma reina Victoria, en ocasiones luctuosas, comenzara a lucirlo-, y sin dejar de sonreír, ella, le ofrecía las manos, ahora vacías, demandando las suyas. Él, sin poderlo evitar, como hipnotizado por la visión, queriendo huir pero, al mismo tiempo, sintiéndose irremediablemene atraído, intentaba asir aquellas manos tendidas que se alejaban, y se alejaban...

Se despertó sudoroso, con el eco de la risa aún llegándole desde el sueño. Estaba amaneciendo. Las primeras luces imprecisas inundaban la habitación de irrealidad: ese instante en que las cosas parecen surgir, ellas también, del sueño de la noche. Se acercó a la ventana que daba hacia el Tigris. Estaba abierta y por ella penetraba, junto a la humedad procedente del río, el perfume somnoliento de las lilas y el aroma fresco a madrugada.

Respiró profundamente estirándose cuanto pudo. La voluptuosidad de la mañana lo acariciaba como una amante renuente a abandonar el lecho. El sueño le había dejado un cierto hormigueo de excitación que le desconcertaba.
Volvió sobre sus pasos y se acercó al secreter donde había dejado la notificación llegada de Bagdad el día anterior, la releyó y se detuvo en la parte en que se solicitaba el regreso de: Helen Robertson Hope. Hope, Hope... Él conocía a unos Hope, banqueros de origen holandés y escocés, mecenas de arte, filántropos, coleccionistas,... Uno de ellos, Thomas, muerto hacía años, fue un personaje singular y ecléctico, diseñador de interiores, escritor -había leído un libro suyo de viajes, Anastasius, cuando aún se dedicaba a la contemplación activa del mundo-, amante del arte, dibujante él mismo; sí un personaje singular. Recordaba, así mismo, que el heredero de Thomas, Henry, heredó también la famosa colección de joyas de su tío Philip; no hacía mucho tiempo que la había expuesto en su mansión de Deepdene, allí es donde pudo ver y admirar la belleza del Diamante Hope (se acordó instintivamente del sueño del cual acababa de emerger). Hope & Co, que así se llamaba el trust de la familia, también poseía una flota de goletas para el intercambio comercial con el Mediterráneo y las Indias Orientales. Toda una institución económica tanto en Londres como en Amsterdam, esta singular saga.

En su mente, con el torpor poco a poco espabilándose, comenzaron a suscitarse las mismas preguntas que le entorpecieran el sueño la noche anterior: ¿Tendría algo que ver Helen con los Hope banqueros? En caso afirmativo ¿Sería esa la razón de su reserva cuando hablaban de cuestiones personales? ¿Por qué motivo? ¿Tenía algo que ocultar? También contemplaba el hecho de que no tuviera nada que ver con los magnates, pero esta alternativa la desechaba inmediatamente; su instinto le decía que había suficientes coincidencias como para justificar aquella conclusión.
Mientras se esforzaba en ordenar sus pensamientos, se aseó, se afeitó, y se vistió. En poco más de media hora se encontraba en el comedor del desayuno. Como todas las mañanas, un tráfago de personal yendo y viniendo animaban a esas horas el coqueto salón donde se hacían servir la primera comida del día. Camareros pulcros y silenciosos, de tez morena, tocados con gorra blanca, camisas blancas, chalecos camel y pantalones igualmente blancos, calzando botines de cuero negro impolutos y relucientes, se acercaban a las mesas sirviendo té con leche, bollos secos, confitura inglesa, huevos, bacon salado y un surtido de frutas, entre las que nunca faltaban cítricos, en temporada, granadas y frutos secos: higos turcos, uvas pasas de Shiraz y dátiles de Palestina.



La vio entrar mientras daba cuenta de uno de los bollos. Gloriosa, elegante, con ese porte que da la esmerada educación cuando se solapa a una absoluta confianza en uno mismo. Se dirigió directamente hacia la mesa que él ocupaba, como todas las mañanas. Ya al acercarse su sonrisa lo bañó con la dulzura acostumbrada. Percy correspondió, levantándose de su silla, con otra sonrisa y una leve inclinación de cabeza. Intercambiaron saludos y tomaron asiento. Ella frente a él.
- Está usted radiante esta mañana, Helen- dijo Percy
- Gracias, Percy pero ¿No será que usted ha tenido un buen despertar hoy?
- Bueno, sí, quizás también sea eso; aunque no he dormido del todo bien- contestó Percy mordiéndose la lengua.
- Vaya, amigo mío, pues eso parece una contradicción -repuso ella divertida, dando un sorbo de té- lo habitual cuando se descansa mal es amanecer de mal humor.
- Pues ya ve, querida, que soy un dechado de incongruencia, jajaja -rió sin demasiada convicción.
- Vamos, vamos, Percy, Usted me oculta algo, ¿Qué es ello?
Percy, pensando a la velocidad del rayo y deseando ocultar sus recelos, o sus dudas, o lo que fuera que sintiese sobre ella, optó por decirle la parte de verdad que debía conocer.
- Ayer recibí cable de la Central, de Bagdad. Nos reclaman de inmediato. A mí para que presente un informe sobre el hallazgo de la Biografía de Samhat, añadiendo mis propuestas de actuaciones futuras, y... -carraspeo, antes de soltar- y a Usted porque consideran que ya ha terminado su función como mi asistente. Debemos estar allí antes de una semana.
- Oh, era eso. Vaya, pues sí que es una sorpresa; aunque pensándolo bien, era lógico- y se quedó callada y pensativa mirando la taza de té y dejando a un lado un bollo a medio comer.
No pudiendo reprimirse por más tiempo, contraviniendo su propia determinación a permanecer callado respecto a la identidad de Helen, Percy, la espetó,
- Por cierto, en la nota se referían a usted como Helen Robertson Hope. -ella levantó súbitamente los ojos hacia él, mirándole fijamente; un ligero rubor comenzó a tapizarla las mejillas.
- ¿Y?- contestó Helen.
- No, nada. Solo sentía curiosidad.
Se hizo un silencio que casi llegó a ser incómodo, sino lo hubiera impedido Percy al preguntar
- ¿Tiene usted algo que ver con los Hope, de Hope & Co?
Helen, bajó la vista, sin decir nada. Se miró las manos, sin verlas, y levantando la vista otra vez, contestó.
- Soy prima de Sir Henry Thomas Hope, hija de su tío Philip.
Percy no continuó preguntando. Si ella quería decir algo más, sería por propia voluntad. No obstante, se sintió en la obligación de pedirle disculpas. Disculpas que ella aceptó restando importancia al asunto. La sonrisa había desaparecido de su cara.
En tres días Percy tenía preparado el informe, había dejado instrucciones a su sustituto al frente de su área de excavación, y estaba dispuesto a realizar el viaje.
No volvieron a tratar el tema de la identidad de Helen. Se limitaron a su relación profesional y a preparar conjuntamente una estrategia para el desarrollo de sus investigaciones acerca de Shamhat y del don de la luz.
Percy, tampoco mencionó a su colega de que en su informe pedía que le siguieran asignando su asistencia; ella lo sabría en Bagdad. Lo que ignoraba es que sería él el que al final iba a llevarse una sorpresa... o varias.

Casi cuatrocientos kilómetros separaban Mosul de la Capital de la Provincia de Bagdad. El camino transcurría bordeando la orilla occidental del Tigris, por donde bajarían los pertrechos en balsas, pues el río en este tramo no era navegable ni para embarcaciones de poco calado. Era una senda amplia que discurría, de vez en vez, entre la escasa vegetación de ribera por la que circulaban diariamente caravanas llevando y trayendo suministros y viajeros entre las dos populosas urbes.
Por aquellos días, además, se estaban realizando las labores de desmonte y cimentación del firme para la construcción del ferrocarril, por parte de técnicos y empresas alemanas; y los británicos andaban consolidando el trazado telégráfico, recién instalado, que hasta ese momento era solo de uso exclusivo del ejército y las instituciones con permisos especiales, caso de la RGS o la Compañía Oriental de las Indias. Todo este tráfago contribuía a que el trayecto estuviera de lo más animado.
En tres días arribarían a la ciudad escenario de muchas de las historias de Las Mil y Una Noches.



11
En Bagdad

Los cuatro minaretes enmarcando las cúpulas ovoides de la mezquita Al Kadhimain se recortaban contra el cielo de mediodía cuando la caravana avistó en lontananza Bagdad. Era el perfil más conocido de la, en otra época, joya del Islam: aquella época en que la capital abasí, también conocida como Medinat as-Salam -fundada en 762 DC por Al-Mansur, hermano y sucesor de quien acabara con la dinastía Omeya-, llegara a tener 700.000 habitantes; la época en que un personaje fabuloso llamado Sherezade, hija del Visir, queriendo salvar su vida y la de otras que podían seguir su infausto destino, amenizara las noches del melancólico y vengativo Sultán Sharhiar, hasta el número de Mil y Una, con astuta y provechosa intriga, tras lo cual el Rey, curado de su melancolía, en agradecimiento, y ante tal proeza de imaginación -y probablemente enamorado de ella-, la perdonó la vida, y, en nombre suyo, la de todas las mujeres de quienes había jurado vengarse; también la época en que floreció la cultura islámica a la sombra de La Casa de la Sabiduría -construida y fomentada por Al-Mansur-, donde la promoción de las dos tradiciones, árabe y persa, propiciaron la traducción de textos antiguos, principalmente griego, al árabe; algo semejante a lo que pasaría en la Córdoba Califal y en el Toledo de la Escuela de Traductores; en fin, la época -apenas trescientos años- en que Bagdad fuera foco de maravillas y potente imán para espíritus inquietos.

Épocas ya pasadas de un esplendor magnífico, pero ya marchitado: a partir del siglo X, Bagdad, conocería un lento e inexorable declive, agudizado por el saqueo y destrucción a que fue sometida, primero, por los mongoles en el año 1258, a manos de Hulagu, nieto de Gengis Khan; y después, en 1401, por el turco-mongol Tamerlán.

Desde 1543 estaba en manos de los turcos otomanos: el Imperio de la Sublime Puerta. Ahora, mediado el siglo XIX, y tras algunas revueltas ya sofocadas debidas a gobernadores mamelucos (cristianos convertidos al islam, predominantemente eslavos), la zona gozaba de una relativa tranquilidad. Los vientos de modernización que soplaban por todo el Imperio bajo el gobierno de Abdulmecit I, lo que se conocería como Tanzimat (legislación beneficiosa), también se dejaban sentir aquí. Esto tenía sus contrapartidas, pues las potencias occidentales, Inglaterra, sobre todo, pero, igualmente, Alemania o Francia, colaboradoras necesarias en esta modernización, tendrían manga ancha en todo lo referente a las excavaciones en el Creciente Fértil, lo que a la postre se convertiría en un expolio consentido, cuando no auspiciado, por el mismo gobierno que debiera haber protegido sus bienes culturales.

Se alejaron de la orilla del río para acceder a la ciudad por la Puerta de Damasco, al Noreste, por la que penetraron entre gentes, caballerías, carros, y puestos ambulantes que tentaban al viajero con mil y un objetos de todo tipo. No era un zoco, pero sí una avanzadilla de mercadillo en la que se ofrecía al descuidado y olvidadizo visitante que salía de la ciudad sin ningún obsequio que llevar de vuelta a su casa la última oportunidad para no ser tachado de descortés; y al recién llegado, ocasión de adquirir alguna bagatela con la que librarse del tedio y las molestias del tránsito, siempre incómodo, por el desierto.

Una garita, adosada a la muralla adyacente a la puerta, servía de aparente y nada disuasorio paso fronterizo, donde tres hombres de uniforme, de vez en vez, paraban a alguno de los transeuntes para preguntarles a cerca de sus pertrechos o procedencia. Era una manera de dar sensación de orden en una ciudad que se caracterizaba precisamente por la ausencia de él.

La algarabía que ahora les asaltaba: las voces de los mercaderes, las de los almuecines recitando cinco veces al día el adhan (allahu akbar, allahu akbar...), la de los rapazuelos correteando de aquí para allá jugando y disputando entre ellos, o demandando de los viajeros chucherías, u ofreciéndoles dudosos servicios de experimentados guías, el cacarear de gallos y gallinas, los trinos de todo tipo de aves expuestos en jaulas al viandante, los relinchos y rebuznos de los animales de tiro y el piafar nervioso de los nerviosos corceles árabes, el balido de ovejas y cabras que en pequeños hatos entraban o salían, el ladrido ocasional de los perros,... Toda esta barahúnda de sonidos les acompañaría mientras se dirigían otra vez hacia el norte buscando la frescura de la vegetación de ribera de un Tigris aquí más ancho y menos rápido, refrenado por el gran meandro que abrazaba la ciudad.

Las casacas rojas y el blanco casco apuntado de los soldados británicos del King's Regiment of Foot flanqueaban un ancho acceso abierto en un muro de ladrillo que se extendía hacia el sur y el norte describiendo una ancha curva convexa hasta perderse de vista. El acceso estaba cruzado por una valla batiente que el soldado de guardia, una vez comprobada la identidad de quien pretendiera entrar -o salir-, levantaba para franquear el paso. Por allí penetró la cansada comitiva deseosa, ya, de finalizar el viaje y tomar un relajante baño. Era el recinto que ocupaba la colonia británica con sus diversas dependencias:

El Consulado Británico, la Oficina Central del Ejército Británico en Mesopotamia, El Departamento Gubernamental de Comercio, la Delegación de Oriente Medio de la Compañía de las Indias Orientales, y el edificio que acogía diversas instituciones como la Sede Central de la Royal Geograhical Society, división Meddle East, o una sucursal del Museo Británico. Además, otro amplio edificio de dos plantas, tipo palacete, con pórtico semicircular de columnatas dóricas, hacía las veces de residencia ocasional para el personal civil, pues el ejército disponía de su propio recinto dentro del recinto. Diversos espacios como un campo de Polo, otro de Cricket, y vastos jardines, ocupaban las áreas abiertas entre uno y otro edificio.

Una vez convenientemente acomodados recibieron una citación de la Oficina Central de la Royal Geographical Society: deberían presentarse antes del almuerzo en la sede de dicha oficina para recoger las indicaciones pertinentes en forma de minucioso programa. Daba la sensación de que nada allí parecía suceder al azar: el orden reinaba entre gentes, paisaje y animales; definitivamente, desde que cruzaran el "paso fronterizo" controlado por los casacas rojas, habían penetrado en un reducto donde se respiraba la paradigmática y metódica flema británica.


Percy y Helen se dirigieron juntos a la Oficina Central. Estaba ubicada en el ala derecha de un vetusto edificio de dos pisos, de ladrillo estucado y enlucido, recién encalado y con los marcos de las ventanas en un verde campiña inglés. Recogieron el programa y mientras regresaban a sus aposentos lo consultaron, conjuntamente, de inmediato: estaban citados esa misma tarde, tras el almuerzo, a una reunión con el Comité de Investigación de la RGS Meddle East; después, se les brindaba una cena de bienvenida.
El día siguiente estaba dedicado a una recepción oficial que el Consulado, en nombre del Gobierno Británico, ofrecía a todas las representaciones extranjeras en Bagdad. Esta recepción se prolongaría, a lo largo del día, del siguiente modo: se comenzaba la jornada con partidos de polo y de cricket; a los que seguiría un lunch frío en los jardines del Consulado, se tomaría café o té y se beberían licores; se establecerían relaciones informales en los mismos jardines o en los salones de esparcimiento del edificio consular (biblioteca, salón de fumadores, salón de billar y de juegos), hasta la hora en que, sin solución de continuidad, se serviría una cena oficial; una vez finalizada ésta se acabaría la jornada con un Grand Bal, para el que se requería vestimenta adecuada.
El tercer día era de asueto, para emplearlo a discreción.
Y el cuarto, estaban citados a una segunda reunión con el Comité, donde se les informaría de las resoluciones tomadas, y se les daría instrucciones sobre sus objetivos futuros.


Al llegar al Palacete Residencial -como ya le habían bautizado- se toparon en la puerta con un hombre alto, rubio y apuesto, de mediana edad, bigote recortado y una gran sonrisa, que venía hacia ellos.
- ¡Helen! qué alegría verte de vuelta -y cogiéndola la mano que ella le tendía depositó sobre su dorso un beso de cortesía.
- ¡William, querido! Me alegro de volverte a ver. -y tras responder al saludo con elegancia, realizó un gesto indicativo con la otra mano- Mira, te presento a Percival Hopkins, el colega que ha hallado la Autobiografía de Shamhat; ya sabes: el indicio.
- Ah, sí. Encantado, caballero, es un placer saludarle. Ya estamos al corriente por aquí de su gran capacidad y entusiasmo. Sea usted bienvenido a esta nuestra humilde casa temporal -Dijo William, al tiempo que le ofrecía su mano grande y huesuda.
- Percy, le presento a William Marlborough , intendente de archivo. El responsable en jefe del departamento encargado de consignar todo cuanto se encuentra en las excavaciones... Y un seductor incorregible -apuntó Helen emitiendo una amplia sonrisa que casi resultaba pícara.
- Exageras, querida -repuso William, con otra sonrisa, esta sí, del todo pícara-. Mi fama me precede como a Alejandro el Grande, solo que la mía es del todo inmerecida.
Rieron los tres distendidamente. Después, William se dirigió a Helen.
- Ven conmigo Helen, te esperan arriba. Si nos disculpa, Mr Hopkins, le rapto momentáneamente a su partenaire. -y con una sonrisa, más bien enigmática, ofreció el brazo a Helen que lo cogió mientras dedicaba a Percy otra sonrisa, ésta quizás de disculpa.

Los dos se alejaron charlando y Percy se quedó allí, pensativo, levemente desconcertado. La tarde prometía ser muy interesante. Subió a su habitación a revisar su informe, aunque no podía quitarse de la cabeza la apuesta figura de William Marlborough, y su cara mientras Helen le decía: "ya sabes... el indicio", ¿qué había querido decir con ello?. Otra cuestión que le empezó a rondar la cabeza, esta de diferente índole, era la de las miradas y sonrisas que se dedicaron uno a otro mientras se saludaban: ¿Eran amigos, o algo más?. Con estas preguntas in mente se preparó, más acuciado por la curiosidad que por el apetito, para ir al al almuerzo.

Fin Capítulo IV



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Puso Música
Aram Khachaturian
Gayaneh Op 89, Ballet en tres Actos
Suite: Dance of the Rose Maidens
Suite: Lullaby
Suite: Lesghinka
Suite: Sabre Dance
Suite: Ayeshe's Dance
Suite: Dance of the Young Kurds

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COMPLICIDADES

Al hilo del primer comentario a esta entrada, firmado por nuestra amiga A., me ha parecido muy oportuno subirme a su estela y como si fuese fantástica alfombra voladora llegarme al país de los sueños posibles -allí donde residen todas las buenas historias que en el mundo se han contado, ficticias o no- y traer hasta aquí, hasta Uvds., una colaboración amiga que honra mi entrada y mi blog. Se trata del relato de Edgar Alan Poe: El Cuento Mil y Dos de Sherezade.
Aquí dejaré testimonio del primer párrafo y, seguidamente, consignaré el enlace que les transportará, en un plis plas -como en una mágica alfombra-, al texto completo. Se lo recomiendo, además de dotado de la selecta prosa de uno de los mejores cuentistas de la Literatura Universal, también está dotado de un fino humor y no poca ironía.
Para ilustrar musicalmente, y sin salirnos del autor al que he dedicado este post, más Khachaturian, su célebre Masquerade. Disfruten.


EL CUENTO MIL Y DOS DE SHEREZADE
Edgar Alan Poe

"La verdad es más extraña que la ficción"
(Adagio Antiguo)

En el curso de unas investigaciones orientales, tuve ocasión de consultar hace poco el Dezizmeahorah Eshasionnó, una obra que, como el Zohar de Simeón Jochaides apenas es conocida incluso en Europa y que nunca ha sido citada, que yo sepa, por un americano -si exceptuamos quizás al autor de Curiosities of American Literature-, habiendo tenido ocasión, como digo, de ojear algunas páginas de la notabilísima obra mencionada, quedé no poco asombrado al descubrir que el mundo literario había estado hasta entonces completamente equivocado con respecto al destino de la hija del Visir, Sherezade, tal como se describe en Las Mil y Una Noches y que el dénouement ahí dado, si bien no del todo inexacto hasta donde llega, debe al menos censurarse por no haber ido mucho más lejos.
Para la plena información de ese interesante tópico remito al lector inquisitivo al propio Eshasionnó, pero, mientras tanto, se me permitirá que dé un resumen de lo que descubrí en él. [...]

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Hasta aquí la cita. Se podrá disfrutar íntegramente -previo esfuerzo de lectura obviamente- haciendo click en el siguiente enlace:


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