sábado, 5 de noviembre de 2011

Gian Lorenzo Bernini: el Arquitecto de Dios



“Questo fanciullo sarà il Michel’Angelo del suo tempo”
Camilo Borghese, Papa Paulo V

Habla, Bernini, y di tu verdad

Mienten, mienten quienes dicen que lo envidié. ¿Cómo podía envidiarle yo, el Arquitecto de Dios? ¿El más amado por los dioses? Se dice que él fue mejor arquitecto, más portentoso, más audaz en sus diseños; pero, ¿cómo puede sostenerse eso a la vista de la historia? Si eso hubiese sido verdad, ¿no habría sido elegido él para mi puesto? Sí, sí, lo fue durante el pontificado del Papa Pamphilii, pero solo gracias a la conjura, la maledicencia y el destino adverso; admito que también a mi mala cabeza, mejor dicho a mi atribulado corazón, pues andaba yo entonces azotado por los embates del amor y el desamor de mi amada -y nunca olvidada- Constanza. Pero niego que fuera la distracción, y mucho menos la incapacidad, la culpable del malhadado asunto del campanario de San Pedro. Fue el destino adverso y las intrigas palaciegas de mis competidores, entre ellos Borromini, claro -pues que de él estoy hablando. Nunca me perdonó mi buena estrella, mi superior sensibilidad, mi maestría con la piedra, ni, sobre todo, mi buen carácter, mi simpatía, mi don de gentes. Él, el huraño, el melancólico, el depresivo, el enfermo imaginario que somatizaba cualquier contrariedad por nimia que fuese. Ese carácter endiablado que le llevaría a tan truculenta muerte: suicida por desaire. De todas formas, no me alegré; nunca lo hice, y mienten quienes afirman lo contrario. ¿Quién me vio sonreír? ¿Quién celebrar? ¿Quién festejar la muerte de mi envidioso rival? Mienten quienes lo afirmen. Muy al contrario, me sentí entristecido; entristecido por perder mi piedra de toque, porque el arte perdió a un gran talento, porque Roma quedaría algo más huérfana.

¿Qué, si es verdad que dispuse y representé las alegorías de los cuatro ríos que presiden y dan significado a la fuente de la Piazza Navona en respuesta a la fachada que frente a ella se alza de la iglesia de Sant'Agnese in Agona, que Borromini realizase con maestría -esta sí- envidiable? ¿Acaso se me cree tan zafio y estúpido para no reconocer el valor y la audacia de esta obra?
Desde que entró a mis órdenes, allá por el año 1629, a la muerte de su tío Maderno, y ser yo nombrado, por derecho -pues de hecho ya lo era-, Arquitecto plenipotenciario de la Corte Pontificia, no dejo de generar bilis e inquina contra mí. Tras diez años trabajando con su tío se creía con tantos méritos como los que yo ostentaba para sucederle en el cargo. No digirió bien mi nombramiento, y, a partir de aquel día, todas sus acciones estuvieron encaminadas a minar mi autoridad, incluso sus colaboraciones en mis obras no tenían otro fin que intentar colocarse sobre mí, como diciendo: "esta es mi propuesta, para que veáis; más imaginativa que la de Bernini". Ingenuo, ¿no sabía acaso que su talento no hacía sino seguir el carril marcado por mi genio? Claro que se le dejaba libertad de creación a la hora de aportar ideas, pero eran ideas incardinadas en un marco que yo había propuesto. La culminación del Baldaquino, por ejemplo, yo no niego que la cúspide del palio, aquellas gigantescas volutas fueran idea suya, ¿cómo lo voy a negar? no tengo porqué. La verdadera genialidad residía en el diseño de la obra, en su idea, en su magnitud, en su material, en su plasmación, en sus proporciones, y todo eso yo lo había ya determinado. No se juzga al que gobierna solamente por su buen criterio en la toma de decisiones, sino también en la elección de aquellos que han de llevarlas a cabo. Y yo sabía del talento de Borromini, y de que me era imprescindible para culminar mi obra; como así fue. El Baldaquino se reconoce como obra de Bernini, pero si se quiere conocer allí están las actas de realización con los nombres de los que materializaron mi idea; y entre ellos figura él.

Nunca he podido comprender porqué su inquina. Porqué no intervino, si es que de verdad sabía que el campanario era de construcción imposible, antes de dejarme levantarlo. Estoy convencido de que a él le hubiera pasado lo mismo. ¿Quien podía saber de la inestabilidad del terreno, si antes no había dado muestra de ello? Si era capaz de soportar la gran cúpula de Miguel Ángel sin acusar su peso, ¿cómo no aguantó un peso mucho menor? Repito, fue una confabulación de la mala suerte, o una prueba de los dioses -de Dios-, que me quisieron aún más grande, haciéndome perder la estima de la Corte, para que, a mayor gloria suya -y mía-, pudiera recuperarla con mi genio, mi esfuerzo y mi humildad... orgullosa y segura de sí.
Cuando Inocencio X me devolvió la estima, no hizo sino seguir los designios de Dios, y concluir que fuera mala suerte y no incapacidad la que obligó a derribar aquel funesto campanario. ¿Me habría encargado la decoración de la nave central de la Basílica sino hubiera confiado en mí? Todo el mundo sabe que si el Papa Pamphilii no me encargó más proyectos fue porque las arcas estaban vacías y no disponía de recursos para llevar a acabo las obras que aún debían realizarse. Ello ocurriría con la llegada de Fabio Chigi al Papado. Alejandro VII retomó el ímpetu del Papa Barberini, y sería con él cuando yo realizara la obra que diera ya por finalizada la urbanización del Espacio Santo: la Columnata de San Pedro, y la sublime modificación de la Scala Regia adyacente a la basílica que comunica ésta con el Palacio Apostólico, sede y residencia vaticana.


Crónica de un sueño elíptico

Mil veces bendito me siento. ¡Cielos!, si todo aquel que contempla esta elipse rodeada de ordenada geometría pétrea, si todo aquel que se siente abrazado por su proporcionada frondosidad travertina, si todo aquel que se siente abrumado por la tensión sobrehumana que se experimenta desde su centro, supiera la dicha que me abrumó cuando la idea bajó sobre mí como si fuese obra del mismísimo Espíritu Santo... Pero no. Es imposible, en esas circunstancias en que el genio sopla con la fuerza de cien Eolos, comunicar el sentimiento que alberga a quien, bendito elegido, goza de la dicha de una idea sobrevenida, quizás enviada, a instancias de la misma divinidad. ¿Cómo no sentirse un privilegiado? Varias ideas, más vulgares, aunque bien proyectadas, fueron desestimadas antes. Ideas que se obstinaban en pergeñar en forma rectangular la plaza a la que se asoma la Basílica; nada nuevo, por solvente que fuese su realización, por majestuosa que se resolviera su puesta en escena. No, nada de eso convencía a mi genio, ni a la voluntad de Alejandro VII. Él -y yo- quería algo más... excepcional, más nuevo, más... definitivo. Y la idea llegó. Yo, dichoso entre los dichosos, fui el afortunado en quien se encarnó el pensamiento arquitectónico de Dios.

Pero, no; no quiero ser timorato. Ya no. Al fin y al cabo, ¿qué pierdo o qué gano si desvelo ahora cuál fue la génesis de esta idea genial? ¿Estarán preparados los oídos de los escépticos, de los incrédulos, de mis críticos acerbos, a escuchar la verdad de una revelación? ¿Con todas sus consecuencias? Se me achacará fijación de ideas. Mas, ¿qué es el hombre sino el resultado de un carácter singular que se empeña en ser el que es?
De todas formas, lo que voy a relatar no desmiente lo más mínimo lo dicho más arriba sobre el origen divino de la idea sobrevenida, antes bien, lo refrenda como seguidamente se verá.
Ya se ha narrado aquí esa etapa de mi vida en que me vi envuelto por la irracional dicha de un amor apasionado, y padeciendo, después, la no menos irracional desesperación por el desamor acaecido; ambos sentimientos encarnados en la adorable persona de Constanza Buonarelli. Ya se contó que esa irracionalidad me llevó a realizar un acto execrable; los celos son el peor de los demonios en un ser humano, le obligan a cometer las mayores atrocidades en nombre del amor despechado. ¡Amor! habría que inventar otra palabra para hablar del sentimiento de desamor que conocemos como celos, y no implicar un término tan bello y deseable (amor, palabra hermosa y necesaria para la existencia ; más aún que el aire o el alimento). Pues bien, se recordará que mandé desfigurar a aquella que amé sobre todas, aquella que me hizo soñar paraísos y forjar realidades materializadas en sensibles y expresivas obras de arte. Los remordimientos no me han dejado de acompañar desde entonces, bien en sueños, bien en ensimismamientos.


Andaba yo por aquellos días buscando una solución a la Plaza de San Pedro. Desestimadas propuestas demasiado familiares... cuando tuvo el sueño. Sí, cuántas genialidades se deben a la intervención de nuestro inconsciente, de nuestro alma silente, esa que cobra vida cuando el alma vigilante duerme: ¿irracional?, no lo creo. Es nuestro alma silenciosa, que actúa sin propaganda, al abrigo de las estrellas y la luna. Soñaba yo ese día, como otros, con Constanza (veintidós años habían pasado ya desde el luctuoso suceso, mi actuación ignominiosa). Era un sueño al principio difuso, informe, más una sensación que un cuadro definido. Poco a poco fue definiéndose: recuerdo que yo me sentía penitente, que le rogaba perdón, y que para ello, de rodillas, alzaba los brazos hacia ella; ella me sonreía, con su cara horrorosamente desfigurada, me sonreía... De pronto, su rostro se despojó de las heridas y cicatrices, como si mudara la piel, dejando el hermoso cutis que siempre tuvo en todo su esplendor: aquellas mejillas de suaves curvas, aquella frente despejada,... su cabeza comenzó a transformarse, tomó la forma de una gran cúpula sonriente, siempre sonriente, con ojos de perdón infinito; después, tendió sus brazos hacia mí, unos brazos surcados por hilos de sangre procedente de sus manos horadadas,... y me abrazó, me acogió en su seno, con una capacidad de compasión y de amor inmensa. Fue un abrazo de perdón, de comunión con un sentimiento que siempre prevaleció sobre todos los demás, un abrazo que me infundía amor, y con él, me fue donada la idea: me acababa de transmitir la solución a la Plaza de San Pedro.

Al día siguiente, temprano, corrí al Palacio Apostólico, pedí ver a Su Santidad y le conté la idea, ocultándole la génesis, obviamente: la Basílica de San Pedro representa a la Iglesia, fuente del Amor infinito de Dios a los hombres por quienes sacrificó a su Hijo; y es tal su amor que abraza a los fieles y perdona sus ofensas por graves que hayan sido. La representación de esa actitud es el abrazo: la Plaza debía ser, pues, elíptica, como dos brazos abiertos dispuestos al abrazo. Y esos brazos deberían ser abiertos en toda su extensión, para acoger desde cualquier punto cardinal a todos cuantos allí se llegasen. Los brazos estarían formados por columnas. Serían brazos en forma de pórtico, de columnata arquitrabada. Delante de él, entusiasmado, le hice un primer bosquejo. Le dije que dentro de la Plaza bien se podría acomodar el obelisco que ahora se situaba en el costado sur, y, a ambos lados de éste sendas fuentes, la que ya existía de Maderno, y otra idéntica realizada por mí. Esto ayudaría a re-alinear el nuevo eje. Alejandro VII se entusiasmó aún más que yo. La simbología le encantó. Es más, la dotó de metafísica y dispuso se realizase una justificación escolástica del círculo como representación de Dios en la Tierra.
Este fue el origen de la Piazza de San Pedro tal y como ahora se conoce. La pena es que se dejara abierta, pues yo había previsto cerrarla con un tercer cuerpo porticado. La historia ha demostrado que yo estaba equivocado y que fue lo mejor dejarla así para que la Vía Alessandrina fuera el preámbulo ideal de entrada a este marco incomparable.
Desde entonces, desde mi restitución por el Papa Chigi, no dejé de ocupar mi puesto de Arquitecto Pontificio. Lo desempeñé con responsabilidad y, sobre todo, con eficacia. ahí están mis obras para respaldarlo.
Ya solo me queda decir que cumplí debidamente los vaticinios que sobre mí se aventuraron: el de Annibale Carracci (realizando el Baldaquino y la Cátedra) y el de Paulo V (erigiéndome en el Miguel Ángel del Barroco). Quizás los designios sean solo eso, designios, albures dictados por potencias que se escapan a nuestra comprensión, pero sí puedo decir que lo que llegué a ser, lo que realicé, fue producto del esfuerzo y el trabajo necesarios para aprovechar un talento que al fin y al cabo me fue concedido. Doy gracias a Dios por ello.


Gian Lorenzo Bernini: El Arquitecto de Dios

Del instante ínfimo, fugaz, del movimiento de los cuerpos capturado
mágicamente en la cincelada piedra por la hábil sensibilidad del genio
-derrota del tiempo, retenido en los bellos confines del espacio modelado-,
al instante eterno -retador del tiempo y conquistador del espacio-, fruto
del diseño arquitectónico con vocación inmemorial que ese mismo genio
proyecta captando las armoniosas proporciones de los cánones que rigen
la estructura del universo: correspondencia entre lo mínimo y lo máximo,
entre lo sutil y lo mayestático, entre lo singular y lo plural,
que el genio extrae de la divina naturaleza de las cosas.

¿Y quién más divino, a este respecto, que quien trasladara el fuego de la pasión creadora desde el crisol privado de su corazón hasta la fragua donde se forjaría el espíritu simbólico de la institución más ecuménica que los siglos han conocido?
La relación de Bernini con los Papas fue muy estrecha desde su llegada a Roma. La privilegiada cercanía a la corte pontificia, al obtener su padre, Pietro, la protección del cardenal Scipione Borghese -primo del Papa-, propició que el talento del joven Giovani fuera precozmente detectado y estimulado. La frase profética que encabeza este post la pronunció el Papa Paulo V tras conocer el incipiente genio que ya despuntaba en aquel niño de diez años, capaz de realizar, en su presencia, con suficiencia y facilidad insultante, un dibujo de una cabeza de león por él solicitado. Uno de los primeros bustos del escultor sería precisamente el de este Papa.

Arquitecto de Dios por la gracia del Papa Urbano VIII -Maffeo Barberini-, Gian Lorenzo Bernini, El Captor del Instante, el Místico de la Piedra, tendría ocasión de demostrar sus dotes de escenógrafo no solo en el lúdico ámbito del teatro o del grupo escultórico integrado en un marco preexistente, sino recreando los escenarios donde otros habrían de representar las obras vivas. Y lo hizo, además, con una suficiencia y originalidad que marcó estilo y dejó impronta.
Recrean el espacio los arquitectos, reordenan los volúmenes, disponen los ambientes que harán sentir al ser humano más humano, y más ser. La misma pasión que pujó en Bernini para dotar al arte de una complejidad nunca antes vista, ese estallido encarnado en exceso que inauguró el Barroco, no fue sino compendio y culmen del hombre renacentista abierto a todo y enfocado hacia todos lados; apoteosis de la humanización de la materia dotada así del hálito de lo divino: sublimación de las potencias confinadas en los límites difusos de lo informe.

El Papa Barberini nombraría arquitecto de Dios a quien ya había sido nombrado sire -cavalieri- por su antecesor en pago a los servicios prestados (¡cuando, con pococ más de 20 años, aún no había realizado las obras más representativas!). Su talento para lo escénico le hacían el candidato ideal para servir a una corte pontificia que deseaba resarcirse de las convulsiones pasadas (cismas y divisiones que como una lepra habían infectado a la jerarquía eclesiástica y puesto en entredicho su credibilidad, hasta que con Paulo III se convocara el Concilio de Trento, que acabó con las disputas). Urbano VIII quería dar por definitivamente cerrada esta era de desestabilización en olor de santidad y de realizaciones conmemorativas: Roma sería testigo del poder de Dios en la Tierra, un poder triunfante capaz de unificar (no lo logró del todo, pues la Reforma Luterana seguiría su curso, ya desgajada de la autoridad papal). Así se llevarían a cabo una serie de proyectos arquitectónicos conducentes a proclamar urbi et orbe ese nuevo aire ecuménico y ejemplar.

Se comenzaría por el principio, por la piedra angular de la Iglesia: la Basílica de San Pedro; el lugar que marca el martirio del que es tenido como primer cabeza visible de la institución eclesiástica. Aquella maravilla de crucero, coronado por la cúpula más grandiosa nunca construida -la que diseñó Buonarrotti- demandaba un altar acorde a esa majestuosidad, un altar que fuera capaz de, sin robar un ápice de la atención que la magnitud del espacio requiere y solicita, lo resaltara, lo cumplimentara, lo enalteciera. El Papa Barberini encarga a un Bernini de 26 años el diseño y ejecución de un ara con Baldaquino. Y Bernini, inspirándose en la grandiosidad del espacio presente y la intemporalidad de la gloria pasada, proyecta una obra hacia el futuro: realiza un Baldaquino de proporciones equivalentes a su ubicación. Cuatro ciclópeas columnas de estilo salomónico -semejantes a las que sostenían el Templo de Salomón en Jerusalén- de acanalada espiral ascendente adornadas profusamente por hojas de laurel y acanto, pámpanos de vid con racimos -símbolo eucarístico-, angelotes y abejas -símbolo heráldico de los Barberini-, culminan en un palio -decorado también con el escudo heráldico de los Barberini- de donde parten cuatro enormes volutas que se unen en su cúspide central para sostener un dorado globo terráqueo y sobre éste una cruz igualmente dorada. Todo él está realizado en bronce, para lo cual se tuvo que despojar al Panteón de Agripa de la cubierta interior de su techo, acción que dio lugar a aquella sentencia satírica anónima que dice: "Quod non fecerunt barbari, fecerunt Barberini" (lo que no hicieron los bárbaros, lo hicieron los Barberini). Siete escultores fueron necesarios para llevar a cabo la obra durante los nueve años que se tardó en finalizar (entre ellos quien sería su rival, Borromini).


Simultáneamente a la construcción del Baldaquino se llevaría a acabo el Mausoleo de Urbano VIII. Colocado, en el presbiterio, en posición simétrica al de Paulo III (el Papa que convocara el Concilio de Trento) para significar el principio y el fin de la etapa unificadora de la Iglesia (pues Urbano VIII se tenía por colofón de este periodo .
En 1630 proseguirá las obras del Palacio Barberini comenzadas por Carlo Maderno (anterior arquitecto pontificio, al que se debe, entre otras realizaciones, la fachada de la Basílica de San Pedro), diseñando y construyendo la fachada del pórtico -con su doble galería cerrada, provista de grandes y vistosas ventanas- y la gran escalinata (su rival, Borromini, realizaría la espléndida escalera elíptica bajo el pórtico).

Mas un cúmulo de circunstancias se confabularon como astros en conjunción: el affaire Constanza Buonarelli, el desgraciado episodio del campanario y la muerte de Maffeo Barberini. La coyuntura fue bien aprovechada por los rivales de Bernini: cayó en descrédito, siendo apartado discretamente" de la escena. Borromini ocuparía su lugar en las preferencias del nuevo Papa, Inocencio X, más austero que su predecesor. No obstante, Bernini, aún apartado a labores secundarias, no dejó de ser observado: se reconocía su talento escénico sin igual, su maestría como escultor, sus ideas arquitectónicas siempre originales, cargadas de belleza y utilidad; simplemente se esperó... Se esperó un renacimiento del genio; y el renacimiento llegó, con ayuda de los pocos amigos que siempre se quedan con la celebridad caída en desgracia, los buenos, los verdaderos. Realizó su obra escultórica más mística y compleja, El éxtasis de Santa Teresa, y volvió a ocupar el puesto que le correspondía. Realizó varios proyectos para dotar de fuentes ciertos lugares emblemáticos, entre ellos, la Piazza Navona. Fue un encargo aparentemente menor, pero le permitiría volver a sorprender con su talento; y lo hizo, además, frente a la fachada de la iglesia que su declarado enemigo profesional, Borromini, había erigido: Sant'Agnese in Agona. Algunos dicen que, a parte de volver a deslumbrar con una fuente cargada de bella simbología (en ella se muestran los ríos más representativos de cada uno de los cuatro continentes entonces conocidos: Nilo-África, Ganges-Asia, Río de la Plata-América y Danubio-Europa), llevó a cabo su particular venganza al adecuar las posturas y gestos de las dos estatuas más cercanas a Sant'Agnese, las representativas de los ríos Danubio y Río de la Plata, quienes evitan de forma ostensible mirar hacia la iglesia.

En 1655 Fabio Chigi accede al solio pontificio, y con él vuelve un Papa humanista deseoso de dotar al Vaticano, y, por ende, a Roma, de la majestuosidad que el arte italiano en esa época rezuma por todos lados. Bernini vuelve a ser restituido en su dignidad de Arquitecto de Dios, y con Alejandro VII realizará sus obras arquitectónicas más célebres y reconocidas: la Columnata elíptica de la Plaza de San Pedro, la Scala Regia y la Cátedra de San Pedro en el Presbiterio de la Basílica petrina. Además construirá, para los Pamphilii, Sant'Andrea al Quirinale, una preciosa y recoleta iglesia de planta elíptica, y, para los Chigi, otras dos iglesias: la de Castel Gandolfo, residencia veraniega de los Papas, y la de Ariccia. Su labor en San Pedro se culminará con El Sepulcro de Alejandro VII. Posteriormente también le sería encargado el de Inocencio X (lo que parece ser que contribuyó al derrumbe emocional de Borromini).
El Arquitecto de Dios aún trabajaría para el siguiente Papa, Clemente IX Rospigliosi. En esta etapa esculpirá diversos ángeles portando los símbolos de la Pasión de Cristo, que serían colocados posteriormente en el Puente de Sant'Angelo (así mismo, de factura suya), y en la Iglesia de Sant'Andrea della Fratte. Seis años antes de morir aún afrontará otro gran reto: el Éxtasis de la Beata Ludovica Albertoni; era el año 1674. Para entonces era ya un hombre de 76 años.
El Caballero Bernini acabaría sus días esculpiendo: su último busto fue uno de Jesucristo, Salvator Mundi, en gesto de serena bendición. El 28 de Noviembre de 1680 muere. Sus reliquias serán sepultados en la Iglesia de Santa Maria Maggiore, en Roma, su ciudad, la que le amo y le dio todo, y a la que él entregó su genio para mayor gloria de la Iglesia... y de la Humanidad.


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GALERIA

La siguiente galería de imágenes sin ser exhaustiva sí complementa suficientemente las obras hasta aquí presentadas en las dos entregas anteriores: El Captor del Instante y El Místico de la Piedra (el 12 y 15 de Septiembre respectivamente). Para disfrutar de una resolución en alta definición, hacer click sobre la imagen.

BALDAQUINO

Vistas Generales y Proyecto no realizado.

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Detalles de las Columnas Salomónicas.

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Detalles de Palio, Capitel, Volutas con Ángeles y Cima


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Detalles Basamento con el escudo de armas de los Barberini.

Bernini, Barberini coat of arms on the bases of the Baldacchino 

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FONTANAS

Del Moro, De las Abejas, De la Barca, Del Tritón.


File:RomaBerniniFontanaApi.JPG


Fontana dei Quattro Fiumi

Vistas de Piazza Navona, Primer plano de la Fontana dei Fiumi

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Los cuatro Ríos: De la Plata, Ganges, Danubio y Nilo entre los escudos heráldicos de Inocencio X (Pamphilii).

  
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Animales simbólicos: León, cocodrilo, serpiente de mar, dragón, serpiente de tierra, delfín y caballo, 

  
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PLAZA DE SAN PEDRO. Columnata Arquitrabada

Antigua Basílica de San Pedro (S XV); Bendición Papal en la Plaza de San Pedro hacia 1600; San Pedro en 1630; Planos superpuestos de la antigua basílica y la nueva; Proyectos de Planta de la Basílica y la opción final con la plaza elíptica de Bernini; Representación de la plaza elíptica con el tercer brazo no realizado.

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Vistas de pájaro, incluyendo Basílica, Plaza, Vía Alessandrina, Borgo y Castel de Sant'Angelo; Basílica, Plaza de San Pedro y Columnata. Panorámicas de la Plaza de San Pedro desde la Cúpula de la Basílica.



  

Columnata Arquitrabada

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.Image.

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Scala Regia

Vistas de la entrada (desde la Plaza de San Pedro; Plano de la planta y estructura.

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CÁTEDRA DE SAN PEDRO

Vista del Presbiterio con la Cátedra al fondo; Primer Plano del monumento; Primer plano de la parte superior: la Paloma-Espíritu Santo, Ángeles, Nubes; Padres de la iglesia: San Ambrosio y San agustín (I. Latina), y San Atanasio y San Juan Crisóstomo (I. Griega).

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MAUSOLEOS en SAN PEDRO

Mausoleo de Urbano VIII
Vista general; Primer Plano del Papa; Primer Plano del Busto de Urbano VIII; La Caridad; La Justicia; La Muerte; La Muerte (detalle).



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Mausoleo de Alejandro VII


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OTRAS OBRAS ARQUITECTÓNICAS

Santa María dell'Asuncione, Ariccia - Santo Tomasso di Villanova, Castel Gandolfo

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Sant'Andrea al Quirinale

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Santa Bibiana, Roma

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PROYECTOS de Campanarios para SAN PEDRO

Diseños de Campanarios para la Basílica de San Pedro (se llegó a levantar uno que tuvo que ser derribado a causa de la amenaza de derrumbe por inestabilidad del suelo).

Las dos figuras superiores, son recreaciones de la Basílica con los campanarios;
las dos inferiores, corresponden a diseños de los mismos.

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PROYECTOS de Bernini para el Museo del Louvre por encargo del Rey Louis XIV
(todos ellos desestimados)

1º Proyecto. Fachada Este. 1664

2º Proyecto. Fachada Este. 1665

3º Proyecto. Fachada Este. 1665

4º Proyecto. Fachada Este. 1665


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