miércoles, 19 de octubre de 2011

La Fórmula. Capítulo 10



"Mas tú, cobra ánimos, pues que sabes que la raza de los hombres es divina
y que la sagrada Naturaleza les revela francamente las cosas todas.
Si a ti te las descubre, conseguirás cuanto te he prescrito:
habiendo curado tu alma, la libertarás de esos males.
Y, si después de haber abandonado tu cuerpo
llegas al libre éter, serás Dios inmortal,
incorruptible, y ya por siempre
emancipado de la muerte."
Escuela de los Pitagóricos

"Solamente del inmortal puede decirse realmente que es."
Agustín de Hipona (San Agustín)

"Nuestras vidas son los ríos
que van a dar en la mar,
que es el morir"
Jorge Manrique


XXI

Nuestras vidas son los ríos...

Cuando Laurent acabó su relación de los hechos, los ventanales que daban a la calle semejaban daguerrotipos fundidos en negro. Había caído la tarde y, al hacerlo, el mundo parecía haberse reducido a aquel salón. La existencia toda entre aquellas paredes crema y burdeos salpicadas con retratos de otrora protagonistas y ya testigos mudos de la historia, entre aquellas mesas nuevamente dispuestas para el servicio siguiente: ebúrneas islas de cristalina vegetación y ordenados volúmenes de esmaltada caliza sobre los que la luz dorada caía provocando innumerables destellos y reflejos irisados. El marco perfecto para una narración como aquella, para una conversación como aquella: síntesis de luces -las físicas que iluminaban el comedor y las que emanaban de aquellos dos intelectos. Paisaje sugerente pero mudo, quieto, por el que se desplegaban sutiles ejércitos de ideas en movimiento. Dos conciencias sentadas frente a frente, exponiéndose, tomando y fijando posiciones: no un combate, sí un asalto; no la hostilidad entre el mar y la tierra, sí la dialéctica entre el aire y la llama. La voz creando un universo con palabras cargadas de significado, con inflexiones y matices cargados de sentido, con expresión sensible emanada de un ser trenzándose a la sensibilidad de otro -que escucha y replica-, como cabos de una misma cuerda. Mientras, afuera, la realidad, en fondo oscuro, discurre aparentemente ajena a este prodigio.
Héctor se removió en su asiento. Había sido testigo de una historia narrada sin la menor afectación, sin pomposidad, sin exaltación, sin fervor alucinado; las palabras salieron de aquellos finos labios con la cohesión y coherencia del que relata un hecho verídico, objetivable y obvio; y con la convicción del que no hace sino contar la verdad de lo ocurrido. A Héctor le daba la impresión de que Laurent se había remitido a darle veraz información, no a transmitirle falaz interpretación, de la realidad vivida. Pero, con todo -y lógico, por otra parte-, su mente oscilaba entre la credulidad y el escepticismo: entre, por un lado, el contenido del mensaje escuchado; y, por otro, la fiabilidad del emisor y el modo en que fuera dicho. Tal cual si alguien, a quien se otorga total credibilidad, nos contara una fábula increíble asegurando ser un hecho cierto. En esa perplejidad se encontraba, y debía despejar las dudas. Laurent esperaba, sabía que vendrían preguntas y estaba dispuesto a contestarlas: aquel hombre que parecía querer creer en él merecía las respuestas; además, eran necesarias si quería conseguir lo que pretendía de la participación de Héctor en esta historia.

-¿Me está usted diciendo, Laurent, que en ese manuscrito mágico ha encontrado claves, fórmulas, instrumentos, en definitiva, medios que le permiten utilizar su conciencia para viajar voluntariamente por la conciencia de otros seres? ¿Una especie de traslación por otra dimensión, otro plano paralelo y anejo a este, con la facilidad con la que cualquiera puede desplazarse por el espacio tridimensional que todos conocemos? ¿Me está usted sugiriendo, Laurent, que puede, por medio de una fórmula elaborada con sustancias químicas, obtenidas por procesos físicos -por muy alquímicos que sean, y por mucha metafísica que le pongamos-, entrar en una especie de trance que le permite viajar por... digamos, el espíritu? ¿Así, sin más? ¿Como el que compra un billete que le franquea el paso al andén donde coger el tren con el que viajar a donde le plazca? -en este momento, Héctor, recordó el sueño revelado por Laurent instantes antes. Parecía, ahora con toda claridad, la prueba de uno de esos viajes, cuyo destino había sido él mismo. Y añadió un par de preguntas más-. ¿Me quiere decir, pues, que yo he sido objeto de uno de esos viajes? ¿Que ese ha sido el método con el que ha fabricado la prueba con la que avalar su historia ante mí?.
-Efectivamente -contestó Laurent, con seguridad y sin jactancia-. Es el método que utilicé con Uvd. Convendrá conmigo que era necesaria una prueba contundente para que creyera en mí. A las otras cuestiones la respuesta es sí, no solo pretendo sino que aspiro a convencerlo de que lo que le cuento es verdad, es la realidad. Una realidad increíble, pero no imposible. Y como el movimiento se demuestra andando le invito a que conozca mi estudio, el lugar en que trabajo, mi tapadera. Allí hay un laboratorio -no se equivocaba usted en sus especulaciones- donde llevo a cabo, además de mis experimentos, mi labor de esenciero: obtengo esencias puras -absolutos- para perfumería, lo que me permite tener una economía saneada y no distraerme de mis investigaciones. ¡Ah! y lo hago de forma legal, estoy al corriente con el fisco, no quiero tener sobresaltos. Mi conciencia, además, ha de estar limpia si quiero que las fórmulas sean eficaces en mí. Ya ve, parte del secreto es ético, como un ingrediente más sin el cual no es posible un resultado positivo. Aunque he de precisarle que la ética de la que hablo no está contaminada de tintes religiosos: es una ética metafísica, ontológica, existencial, en la que verdad y mentira son términos carentes de sentido, pero donde el engaño no está permitido.
-Pero sí la ocultación -apostilló, raudo, Héctor.
-Por supuesto, amigo mío, ¿cómo podríamos sino sobrevivir y llevar a cabo nuestra labor? -le replicó un Laurent sonriente- ¿Vamos?.
-Vayamos, pues -respondió Héctor, escéptico pero animoso.

Héctor se dirigía hacia la salida que daba a le Cour du Commerce, cuando Laurent le indicó.
-Por aquí, amigo mío -y se detuvo ante la puerta del vano de la escalera buscando una llave en su bolsillo...- Aquí está. ¿No me dirá que le ha sorprendido?
-No, claro. Era de suponer...
Bajaron por una escalera de piedra hasta una amplia estancia que por todo mobiliario tenía una gran mesa de roble en su centro rodeada de una docena de macizos butacones del mismo material. Las paredes estaban cubiertas por librerías en toda su extensión. Se dirigieron a la orientada al este y abrieron una puerta integrada en los anaqueles; la cruzaron, y anduvieron diez pasos por un corredor -los suficientes para cruzar la calleja, pensó Héctor- hasta topar con otra puerta. Una vez franqueada ésta accedieron a lo que sin duda era el laboratorio: un intenso, pero fino, aroma a diversas esencias impregnaba el ambiente.
-Ya estamos en el lugar que llamó su atención -dijo Laurent.
Héctor no expresó lo que pensaba en voz alta; pues, en realidad, sentía que aquel espacio había cumplido más la función de señuelo, de fragante tela de araña, que de mero foco fe interés.
Era un sitio amplio, con mesas centrales y estanterías laterales. Sobre aquéllas y en éstas una serie de artilugios, unos sofisticados, otros más tradicionales, pero todos convenientemente ordenados. Allí: modernos alambiques, armarios de enfleurage, hornillos, calderines, retortas y matraces, depósitos de vidrio y de acero, albarelos de cerámica y pequeños contenedores de madera de cedro; microscopio, autoclave, y hasta un espectrógrafo. La verdad, el lugar tenía toda la apariencia de un moderno laboratorio, pero había en él ciertos detalles que le daban un aire ecléctico y chocante.
-Venga por aquí, Héctor -y Laurent lo condujo al piso de arriba, a su despacho.
Ocupaba éste una habitación de mediano tamaño con una estantería en una pared, un archivador en otra, y, en la tercera, un diván de piel; en el centro había una mesa-escritorio con un sillón de respaldo alto en un lado y dos sillas con reposabrazos en frente, todos ellos de madera y discreto diseño. Sobre la mesa se apilaban un montón de legajos distribuidos en diferentes columnas que parecían contener notas, facturas, comunicaciones, y todos esos documentos que suelen poblar los escritorios de los despachos.
-Tome asiento, amigo mío -indicó con la mano, Laurent, al tiempo que él mismo se acomodaba.
-¿Me permite una pregunta? -dijo Héctor, ya sentado.
-Por supuesto -contestó, riendo, Laurent.
-Imagino que el símbolo que figura en el dintel de la puerta de Le Procope por la que hemos accedido hasta aquí es de carácter masónico, pero la "L"enmarcada por la escuadra y el compás ¿qué significa?
-Es simplemente un distintivo de la organización (algo así como una logia) asociada al Gran Oriente de Francia, que, como corriente adogmática y liberal de la francmasonería, no tuvo ningún inconveniente en aceptar tal anagrama. Esta organización (a la que yo mismo pertenezco, como ya le dije, por deferencia a su determinante y capital contribución a mis investigaciones) tiene sus orígenes fundacionales en la Alta Edad Media, a raíz de la 1ª Cruzada, pero parece ser que su verdadero origen es bastante anterior, aunque más como hermandad de adscripción libre con objetivos comunes, que como entidad asociativa con fines ya consignados y definidos. Monsieur Francesco Procopio Cutó, alias Procope, como ya habrá imaginado, era uno de los nuestros. Parece ser que su familia descendía de aquellos normandos que detentarían la corona del Reino de Sicilia cuando fueron reclamados por el Papa Urbano II en su llamamiento a la cruzada. Esa "L" vendría a subrayar el carácter liberal, y libertario, de la logia. De hecho uno puede pertenecer a ella o dejar de hacerlo sin necesidad de ningún ritual o liturgia. Pero existe un código que es una especie de orientación sobre los fines -muy genéricos y afectos al humanismo- y los medios necesarios para su consecución; sus valores son: verdad, lealtad, honestidad y discreción.
-Ya. ¿Y qué pinto yo en todo esto? ¿Por qué me ha elegido?
-El motivo de que esté Uvd aquí tiene que ver con ese valor de discreción al que están obligados mis compañeros; y está relacionado con el que será mi último objetivo.
-Le escucho -se acomodó Héctor en la muy cómoda silla.


XXII

que van a dar en el mar...

Laurent le puso al corriente de sus experiencias en los viajes llevados a cabo, del control que ejercía sobre el no-tiempo y el no-espacio por el que su conciencia transitaba, de la facilidad que le ofrecía ya su dominio sobre la materia para penetrar en la conciencia de las cosas, incluso le habló de una conciencia inmaterial que toda materia albergaba (a ella era debido que él pudiera sentirse la propia materia). Es más, como culminación concluyente de estas experiencias le habló de la misma sustancia del Ser de la cual la conciencia no era sino un mero mirarse a sí mismo. Le confesó, para apoyar su discurso, su adscripción a las verdades contenidas en las teorías de un grupo de filósofos que a lo largo de la historia tejieron una sutil trama de especulaciones, que él habría comprobado como ciertas: el espíritu intuitivo de Parménides que concebiría el Ser como origen y fin de todo; la monada y el monismo -teorías caras a pitagóricos y a Platón-; las hipostasis de Plotino: el Uno, el Nous, el alma, como la sustancia primordial y sus derivadas, Trinidad indivisa, que después aplicaría a la Trinidad Cristiana y que tantos disgustos le causara; el tomismo de Aquino, el misticismo pagano y cristiano: ese tantear lo innombrable, lo inabarcable, de algo que él sentía compartido; y aquí: iluminados, poetas metafísicos, los siempre recurrentes Eckhart, Swedenborg, Blake; pero también, Spinoza, Nietzsche, Wittgenstein. También le citó al tres veces grande, Hermes Trismegisto -y sus Tabula Esmeragdina y Corpus Hermeticum-, a Tycho Brahe, Paracelso, o Heinrich Kunrath -y su poco conocida, pero no por ello menos valiosa obra, maravilla de sincretismo físico-metafísico, Amphitheatrum Sapientiae Aeternae... Todos ellos, todos, habían estado coqueteando con algo a lo que él, afortunado, habría accedido (y no se refería solo a la excelencia científica o al conocimiento de la naturaleza, algo al alcance de muchos, sino, antes bien... a la iluminación espiritual, solo al alcance de muy pocos...).
Héctor escuchaba, y cuanto más escuchaba, a pesar de la prueba aportada, más se convencía de estar ante un iluminado -sino alucinado-. Alguien que, siendo tremendamente inteligente, y quizás como resultado de haber tenido que buscar remedio por sí mismo a una patología que arrostraba de por vida y a la que la medicina no encontró una explicación, se había arrojado a los brazos de la heterodoxia. Con esta heterodoxia habría elaborado un pastiche terapéutico formado por un método alquímico, una esencia filosófica, una sustancia sensorial y una disciplina ascética, que lo habían llevado a vivir en un universo propio, reflejo del convencional en un espejo deformado: su propia mente. El resultado lo tenía delante: una inteligencia privilegiada que habría logrado un cierto dominio sobre sus estados de conciencia, pero cuya interpretación se alejaba de la realidad tanto como sus descabelladas teorías, que él defendía como experiencias.
El hecho de que no supo o no quiso explicar el porqué de su conocimiento del sueño tenido días antes por Héctor (y que ya se comentó anteriormente), escudándose en secretismos éticos, no ayudó a que éste pensara de diferente manera a como ahora estoy exponiendo. Quién sabe, quizás sí hubiera adquirido una especie de dominio mental, mediante el cual proyectar imágenes en otras mentes, o la capacidad para leer en mentes ajenas, algo semejante a la telepatía, era algo sobre lo que se especulaba, si bien, sin resultados concluyentes, y, mucho menos, reproducibles, mero empirismo de carácter aleatorio y excepcional.

Por fin, Laurent, concluyó:
-Y ahora, Héctor, me falta el gran reto, el fin que sea principio, el colofón: morder la cola del dragón y completar el ouroboros. Un fin, más que cíclico, informe: no contingente ni contenido, no fluyente ni fluido,... -hizo una pausa, mirando al techo-. Me propongo iniciar mi último viaje, un viaje que me lleve a la fusión con ese Ser que todo es, que no tiene principio ni tendrá fin, en el que conviven pasado y futuro en solo presente inmutable, haciéndose y rehaciéndose eternamente, sometido al cambio constante de sí mismo, y del que usted y yo no somos sino como fotones en un océano inmarcesible de luz -Héctor lo miraba como si estuviera escuchando a un loco contando una realidad, la suya, de la que está enteramente convencido, y que, por lo mismo, espera ser no solo comprendido sino envidiado.
Laurent abrió uno de los cajones del escritorio y sacó una voluminosa carpeta negra.
-Le voy a confiar esto... Son, por llamarlo de una manera convencional, mis memorias. Las de estos últimos años. Dentro de esta carpeta hay diversos cuadernos en donde he anotado pormenorizadamente mis experimentos, mis viajes, mis resultados. La voy a dejar en un apartado de correos -del mismo cajón sacó dos llaves, poniendo una sobre la mesa, al alcance de Héctor-, le pido que acepte esta llave, la otra me la quedo yo. Dentro de tres semanas, contadas a partir de hoy, volverá usted a Le Procope, preguntará por mí, y, dependiendo de cuál sea la respuesta que le den, actuará en consecuencia. Si recibe una respuesta afirmativa, nos veremos y le comentaré cómo me ha ido. Si no... Use la llave. Aquí encontrará todas las respuestas.
Héctor no esperaba esto. Estaba sorprendido; aunque, bien mirado, nada le sorprendía ya de este hombre singular.
-Querido amigo -prosiguió Laurent-, si consigo lo que espero conseguir le aseguro que seré el hombre más feliz de la Tierra... o del universo. Creo que lo que voy a realizar es de tal importancia, de tal envergadura, que no merece quedar ignorado, y así quedaría si lo dejo en manos de mis compañeros. Necesito su colaboración, Héctor, al fin y al cabo, no pierde nada. Su función se limitará a la de albacea de mi memoria. Mi familia, mis dos hermanas no comprenderían nada de todo esto, no lo entenderían. Tengo la esperanza de que, a pesar de su escepticismo (escepticismo que denoto ahora mismo en su gesto), usted es alguien en quien poder confiar... aunque sea en un asunto, como este, tan poco... convencional.
Héctor aceptó. ¿Qué podía hacer? Eso sí, tenía un sentimiento de perplejidad: por un lado, se sentía halagado; por otro responsable; pero, también, no dejaba de experimentar una íntima desazón: esa sensación de formar parte de un proyecto al que era ajeno, del que desconocía su grado de implicación final, y, por tanto, qué le supondría más adelante. Aún así, y con una duda más que añadir a la gran duda que para él suponía el mero hecho existencial en sí, cogió la llave, accedió a los deseos de aquel hombre que, pese a adoptar una postura de aparente orgullo desprovisto de arrogancia, parecía suplicarle que aceptara. Además, no podía evitar sentir curiosidad por el contenido de aquella carpeta; se instaló en él, pues, sin poderlo evitar, un cierto interés morboso.
Se despidieron con un fuerte apretón de manos en el umbral de aquella puerta de madera repintada mil veces, con pomo y cerradura de bronce, cuyo misterio fuera origen de todo, emplazándose para dentro de 21 días.


XXIII

que es el... ¿morir?

No pudo evitar que el corazón le latiera más fuerte a medida que se acercaba a le Cour du Commerce Saint-André. La llovizna seguía cayendo. No pararía en todo el día. Le Boulevard Saint Germain regalaba una sinfonía de aromas húmedos de tierra, césped y flores, de árboles reverdecidos y de asfalto empapado; también ofrecía esa idílica imagen de radiación especular que el pavés y los cristales desprenden transmutados en espejos, convirtiendo las calles en inmensas atracciones de feria a las que pertenecen quienes por ellas transitan.
Aspiró hondo todo ese perfume antes de entrar en la calleja, como si quisiera hacer acopio de realidad temiendo que lo que se encontrara allí le condujera, otra vez, a ese mundo irreal a donde Laurent le había llevado tres semanas atrás.
Al pasar bajo aquellas arcadas y penetrar en el pasaje lo primero que detectó fue la ausencia de olor a perfume. Se acercó a la puerta donde 21 días antes se despidiera de Laurent. El aroma era tan tenue que parecía solo existir en su mente, en su memoria olfativa, en su sugestión. Ahora sí su corazón latía con fuerza: entró en Le Procope. Allí seguía Sebastien dedicado a limpiar lo ya limpio, abrillantar lo brillante, colocar lo ordenado.
-Bonjour monsieur! -saludó con una sonrisa nerviosa, Héctor
-Ah, bonjour monsieur, Héctor! ça va?
-Bien, Sebastien, bien. ¿Qué tal todo por aquí?
-Como siempre, monsieur... -en su tono y en su gesto estaba claro que algo no iba como siempre.
Héctor ya esperaba la respuesta a su siguiente pregunta.
-¿Está monsieur Laurent por ahí?
Sebastien, antes de contestar, se quedó unos segundos mirando sus propias manos mientras frotaba una copa prístina con su paño blanco impoluto. Después, respondió.
-Ha ocurrido algo inesperado, monsieur... Monsieur Laurent no se encuentra aquí... Él, él... está en el hospital; allí lleva una semana -miraba de soslayo a Héctor al decir esto, mientras seguía frotando copas relucientes.
-¿Y eso? ¿Qué le ha pasado? -fingiendo sorpresa, Héctor, de lo que era una posibilidad ya anunciada.
-Tuvo uno de sus desvanecimientos, pero esta vez no regresó; se quedó colgado en él. Sus constantes son normales... Quiero decir, las habituales en estos casos, de metabolismo reducido, pero no ha regresado. Lo encontramos en el despacho, en su diván, en ese estado durmiente en el que se sume en esos casos. Lo llevamos al hospital y avisamos a sus hermanas. Desde entonces está en observación. Nada anormal: respira adecuadamente, realiza sus funciones vitales con normalidad, pero, claro, se le ha tenido que colocar una sonda para alimentarlo e hidratarlo -su voz era clara y firme pero sus ojos estaban brillantes. Por mucho que se esforzara en aparecer impasible, Sebastien no podía esconder la emoción que delataba su mirada.
-¿En qué hospital se encuentra? Imagino que admitirán visitas -dijo Héctor.
-En La Salpêtrière. En el ala norte, planta 7ª, Salud Mental de adultos. Necesitará un pase de visita. Tenga le doy el mío -Sebastien le alargó una tarjeta magnética con el anagrama del Hospital, en la que figuraban los datos: nombre del paciente, departamento, planta, sección y número de habitación.
Héctor lo cogió, dándole las gracias. Después le pidió un café. Hablaron unos minutos sobre cosas intrascendentes mientras en el ambiente sobrevolaba la ausencia de Laurent. Tras lo cual, se despidió y tomó la dirección sureste, hacia el Distrito XIII donde se encontraba aquella institución sanitaria, una de las más antiguas de París, que llevaba cumpliendo la encomiable misión de sanar cuerpos y mentes desde el siglo XVII: l'Hôpital de la Salpêtrière.

De camino recordó que aproximadamente hacía una semana tuvo uno de aquellos sueños que noche sí y otra también se prodigaban desde que conociera a Laurent. Pero en este caso, a diferencia de los otros sueños que versaban más sobre el mundo que Laurent le descubriera, se parecía mucho más a aquel que sirviera de prueba por convencerlo de una increíble capacidad para viajar por las conciencias. Entonces no lo dio más importancia, ahora se le revelaba con un escalofrío. En ese sueño, del que evocaba no más que retazos, una presencia familiar parecía mirarlo con enormes ojos sin pestañas, ojos claros cuyos párpados eran labios finos que esbozaban una indeterminada sonrisa que crecía y crecía hasta ocupar toda la conciencia del sueño para, poco a poco, transmutarse en inmenso mar azul-verdoso cuyas olas eran sonrisas de espuma que lamían suavemente las agudas rocas de su escepticismo. Recordó que de aquel sueño no despertó agitado ni inquieto sino con una plácida sensación de bienestar.
Entró en La Salpêtrière con una sonrisa en su cara.
Saludó a quien se presentó como su hermana mayor, Christine. Era una mujer hermosa, ya madura, morena, de ojos ligeramente oblícuos y labios perfectos; muy parisina en los ademanes y el acento de una bella voz que, este sí, era el rasgo que más compartía con su hermano; en lo demás apenas existía el menor parecido.
Laurent estaba allí, ante él, en la cama. La relajación de la cara le daba toda la apariencia de estar dormido. Permanecía conectado a una sonda y a un registrador de constantes. Héctor, tras charlar con Christine y comprobar el estado de resignación y entereza de quien apenas tuvo relación con su hermano durante años, se despidió prometiendo volver regularmente para seguir la evolución de aquel que, sin haber llegado a ser un amigo íntimo, consideraba una especie de brother in arms.
Se dirigió directamente a la oficina de correos donde, en uno de sus apartados, esperaba encontrar una voluminosa carpeta negra con todas las respuestas. Y, en efecto, allí estaba. La extrajo del cajetín; había una nota pegada en su exterior: "Le estaré eternamente agradecido". Con un cierto aturdimiento y un ligero temblor en las piernas se fue a casa.
La contempló durante varios minutos antes de atreverse a abrirla. Miró hacia la calle, al cielo gris, al suelo brillante; cerró los ojos, respiró profundamente, los abrió, y se sumergió en la aventura de desentrañar los secretos de aquel hombre, aquel iluminado o loco que les había dejado, quizás para emprender un viaje del que ya nunca regresaría... o quizás solamente víctima de uno de sus experimentos que le impidiera regresar de un estado de ausencia provocado y llevado al límite.

Ante sus ojos apareció, en efecto, un universo fantástico, con datos pormenorizados detallando experiencias increíbles, procesos más increíbles aún y conclusiones alucinantes. Según aquellos papeles, durante sus viajes "visitaba" la conciencia singular de las cosas -cosas que él elegía de antemano visitar-, sentía como ellas; es decir: se convertía en piedra, en planta, en río, en animal. Pero no así, en genérico; parece ser que, según él, se fundía a la conciencia individual de las cosas, aquellas que entraban a formar parte de una fórmula mediante un complicado proceso de sublimación de sus sustancia (allí refería que le bastaba con una pequeña muestra que contuviera la información genética, o la constitución elemental, de la singularidad de la materia en cuestión, para, añadiéndola, sublimada, a una fórmula básica, obtener un vector direccional del viaje que le conducía indefectiblemente a su conciencia de ser).
Definitivamente aquel hombre estaba loco o poseía trastornado el sentido de la realidad. Lo que no se podía negar era que poseía una imaginación portentosa. Los cuadernos, a medida que referían sus experiencias más recientes, se llenaban de conjeturas y especulaciones sobre una posibilidad que antes, en los primeros -llenos de inocencia y candor-, no aparecía: a medida que conseguía dominar y controlar la duración de sus viajes, comenzó a contemplar la absurda pretensión de... realizar el viaje definitivo, una especie de Odisea voluntaria, elegida, de la que no regresar. Hablando claro: comenzó a tomar cuerpo en él la idea de la inmortalidad (palabra que aparecía una y otra vez, aquí y allá, entre admiraciones, al final de sus conclusiones).
A pesar de toda su evolución espiritual, Laurent, no dejaba de sentir su individualidad; hasta es posible, que ésta -su individualidad, la conciencia de sí, como Laurent- fuera quien se hiciera fuerte y comenzará a torcer un proceso que en su comienzo era de entrega y humildad, pero que tomaría la deriva de un emboscado orgullo de sí que reclamaba su premio y que, sobre todo, no estaba dispuesto a perecer. Es muy posible que sufriera una gran lucha interior entre ambas facciones. Acabaría triunfando el orgullo. Por eso decidió prescindir de sus compañeros, por eso necesitaba alguien ajeno a la organización. Sabía que ellos no lo consentirían, no le harían el juego, la labor publicitaria; y probablemente, además, se llevarían un desengaño. Laurent, pese a su creciente orgullo, no podía permitírselo, no después de lo que habían hecho por él.
Su plan, su proyecto, consistía en una disolución en ese Ser que consideraba matriz de todo: un rebotar de singularidad en singularidad, conciencia bohemia y siempre viajera, asomándose aquí y allá, pero todo ello desde la conciencia individual que le era propia como Laurent. Sin necesidad de disolverse, de transformarse en otra cosa que no fuera él. Las últimas anotaciones se mostraban muy esperanzadas: estaba seguro de conseguirlo.
¡Pobre loco! Ahora estaba ahí, en una reducida habitación de hospital, y a saber dónde la conciencia, probablemente abismada en su propio limbo. Quizás un día volviera en sí. Quizás entonces, si eso ocurriera, nos contaría aventuras fabulosas sobre lo que siente el diamante al ser tallado, la rosa al ser cortada, el buey de Kobe que vive a cuerpo de rey hasta ser sacrificado, o lo que piensan los gusanos de la podredumbre sobre el cuerpo que digieren y degradan.
¿Quién sabe?


Epílogo

Hace seis meses que Laurent cayó en su postrera languidez. Vengo de visitarlo en el hospital. No ha habido ninguna variación, ninguna alteración, ninguna señal que delatara otra actividad que la propia del sueño. Eso sí, las ondas REM aparecían anormalmente amplias, pero regulares. No hay señales de sueños "imaginativos". Según los especialistas, no tiene ninguna actividad cerebral que denote experiencias oníricas. Nada. Aseguran que no siente nada, que no piensa nada, que se encuentra en una especie de nada... en estado vegetativo. Su cuerpo no reacciona a los estímulos nerviosos, no es ni tan siquiera un organismo autónomo, mas que para cumplir sus funciones vitales más básicas.
He seguido soñando con él; pero cada vez más espaciadamente. Por contra, a veces me sorprendo degustando, oliendo un perfume o una flor, disfrutando, en resumidas cuentas, de este privilegiado olfato que la naturaleza me ha dado, y no puedo dejar de tener un escalofrío cuando presiento que otra nariz está ahí, junto a la mía, inhalando el aroma de las cosas, como un Drácula bebe la sangre de sus víctimas para seguir no-muerto.

-Fin de la Fórmula-


-o-o-o-