lunes, 10 de octubre de 2011

La Fórmula. Capítulo 7




XV

Viaje a la Oscuridad

A la luz por la oscuridad. En el origen eran las tinieblas. "¡Hágase la luz"! Y la luz se hizo; y pareció cosa tan buena, tan bella, que las tinieblas se fundieron en voluptuoso abrazo con ella. Y en ese abrazo se engendró lo bello. El esplendor de lo bello nacido por reflexión de la luz en la materia oscura. La Belleza como resplandor de la forma. La Luz como emanación de lo que es, como radiación del Ser sobre las cosas -sobre todas las cosas-. Luz escapada del seno del Ser como leche nutricia de la existencia.
Noche oscura del alma que vaga en las tinieblas, perdida la luz, opaca al conocimiento del Ser. La noche no es oscuridad, sino un vestido calado, una túnica horadada, apolillada su tupida trama negra, por donde asoma la luz en mil millones de destellos brillando como estrellas -siendo estrellas. Farol fantasmagórico de la noche, sol de poetas y melancólicos, la luna, si llena o alfanje, exhibe impúdica su luz, que no es suya, delatando otra belleza, la belleza taciturna e irreal de los sueños.
¿Se concibe la Belleza sin la luz? ¿Sin la forma? ¿Se concibe lo bello en la idea, en el intelecto, sin imagen de una forma? ¿Es posible concebir una idea sin forma, mera sustancia de pensamiento? La Belleza es de fuego, y el Fuego es pura belleza, pues lleva la luz con él.
Materia oscura, no-vida imaginada. ¿Quien determina la luz habitada en la materia oscura?
Salir a la luz, hacerse visible. Ascender como el fuego, hasta alcanzar el Éter donde residen los dioses, el Dios, el Ser. Lugar no-lugar al que se llega sin desplazarse un ápice. Tiempo sin tiempo, tiempo no detenido ni puesto en marcha, tiempo al abrigo del pasar, no-tiempo alcanzado por la luz en su deslumbrar las horas. Tender, tender a la luz desde las profundidades abisales donde la oscuridad se disfraza de fosforescencias, opresora como la condensación de una noche sin estrellas.
Busco la luz, tiendo hacia la luz, y es mi vista -aun borrosa- el olfato. Mis ojos no ven; linternas de la noche, miran sin ver mas que sombras. Porque lo que ven mis ojos me oculta la luz. Mis ojos fascinados, astros circunscritos a su órbita inmóvil, sin halos ni anillos, sin rayos, miran sin ver, cegados por las formas opacas. Mejor cerrar los ojos y acceder a la luz surcando el olfato. ¡Click! Se apagan mis ojos y se enciende la luz; por ella viajo hasta el núcleo incandescente del Ser, me hago luz-magma con la densidad de una nebulosa que todo lo penetra: intelectos, almas y cuerpos. ¡Espíritu de luz, hazme tuyo para someter los siempres y nuncas, para derrotar los ahoras y luegos, para liberar la voluntad encadenada a los límites del tiempo!
Apariencia, apariencia: realidad de los conformistas, de los anémicos de luz, que se conforman con un débil destello, chispa acaso incandescente que salta de la llama y, tras su efímero viaje de luciérnaga, torna, ya apagada, a fundirse en el seno de las tinieblas.
Afuera suenan las sirenas y grita la impotencia; apenas brilla, lánguida, la ilusión prendida en ojos silenciosos. Esperanza, no marchites los sueños jóvenes; urdidora de celadas, muñidora de imposibles, necesaria esperanza, hacia ti voy, yo también, en esta mi noche oscura, buscando auroras. Con mis ojos de lechuza, con mi olfato portentoso, con mi voluntad firme y mi fe quebrantada, presiento que está cerca el día en que me funda con la luz... La luz invisible de la que procede todo lo visible.

Laurent iba esquivando ruedas y cubos de basura acumuladas en aceras y calzadas. Una gorra cubría su cabeza, pañuelo al cuello, gabardina caqui, cuellos subidos. Es de noche, es Mayo en París. Hace fresco a pesar de las agonizantes hogueras que han incendiado las calles -esas piras donde los ilusos inmolan sus sueños de luz-. Sombras fantasmagóricas se desplazan entre los restos de la batalla. Ambiente cargado de empeño vano... y de derrota. Aún se lucha, se seguirá luchando, pero, de las llamas, apenas el rescoldo y la ceniza se desprende: el inconfundible olor a fracaso... si se juzga a la luz de las tinieblas, de las formas, de la apariencia: de la noche del alma.
En los ojos sin pestañas, no; ellos llevan consigo su luz. Otra es su guerra; su no-guerra, pues no hay hostilidad en su determinación sino asentimiento. Dominique le espera a la puerta de la ENS. Si no hay inconvenientes, accederán al interior del edificio, e irán a la biblioteca -al menos eso supone Laurent- en busca de la luz. Sabe que su destino está ahí, esperando. Le late el corazón con fuerza; más por la expectación que por inquietud. Porta una bolsa en bandolera con vituallas para el día siguiente: unos bocadillos, galletas, algo de fruta, un cuaderno de notas, lapiceros de colores y una pluma. También lleva curiosidad anotada en un dietario en forma de cientos de sustancias aromáticas cuidadosamente consignadas, con una breve ficha de cada una: materia prima de origen, propiedades físicas, composición química, modo de extracción y notas organolépticas de la esencia, así como el lugar y la fecha del análisis.
Tal y como esperaba, Dominique se encuentra paseando ante la fachada. Se saludan. Miran a un lado y otro, y, tras comprobar que nadie los observa, acceden al interior de la ENS por una puerta lateral. Se dirigen al ala Este del edificio. Caminan silenciosos por pasillos y salas vacías únicamente iluminadas por la luz artificial que penetra por los ventanales. El piso de mármol les devuelve el sonido sordo de sus pasos acompasados, de su deslizar furtivo por este itinerario irreal donde el tiempo parece detenido. Al fin, una puerta; y, al otro lado, la biblioteca. Penetran en ella como lo harían en el claro de un bosque: desde los anaqueles el titilar de miles de estrellas advierten de la existencia de un firmamento negro sobre blanco; firmamento ordenado en hileras y columnas sujeto a las leyes mutables de la veleidad, el gusto o el interés humanos. Se detienen en el centro de la sala principal -como uno lo haría en el claro del bosque- a contemplar el cielo estrellado. Después, Dominique, haciendo una seña a Laurent, lo conduce tras el mostrador de expedición a otra sala, esta ya perteneciente al departamento de administración, y, de ahí, a su despacho; una vez en él, se dirige al escritorio, abre un cajón inferior y coge lo que parece una llave.
-Sígame. Vamos al sancta sanctorum.

Del despacho salen a otra sala adyacente situada en el extremo opuesto al camino que los ha traído hasta aquí desde la sala de lectura; es una cámara espaciosa con anaqueles atestados de archivadores. En la penumbra ligeramente iluminada se distingue, al fondo, una puerta. Van hacia ella. Al acercarse, Laurent -cuyos sensibles ojos sin pestañas ya están habituados a la débil luz- repara en el rótulo que figura sobre el dintel: "Archivo Reservado". Dominique, tomando una linterna de emergencia colgada en la jamba derecha de la puerta, abre con la llave que cogió del escritorio: ante ellos unas escaleras de piedra pulida descienden hacia una impenetrable oscuridad que los saluda con su hálito de espacio subterráneo. Cierran la puerta tras ellos, y, al hacerlo, también dejan atrás el mundo de las apariencias, con su problemática cotidiana, para penetrar en otro mundo al abrigo de contingencias comunes, un mundo que contiene otros muchos mundos: han accedido al fondo de la oscuridad donde habita la luz, la luz que da vida a universos fabulosos, terroríficos, imaginarios, desconocidos o aún no descifrados.
El foco de la lámpara alumbra su descenso; Laurent va desentrañando el complejo olor a cerrado a medida que descienden: huele a pergamino y papel viejo, a tintes minerales ya resecos, a edad indefinida, a pasado suspendido, a posibilidad agazapada; pero no a humedad, el aire es limpio, casi aséptico sino fuera por el aroma de los documentos y su contenido, como uno de esos días bochornosos en que el mismo aire parece cargado de magnetismo, presión y... presagios. Tras descender dos tramos de escalera, llegan abajo. Ahora ya están seguros. Dominique busca con la linterna un interruptor, lo acciona. Una luz tamizada, de tonalidad entre sepia y crema, alumbra un amplio espacio de techos no demasiado altos en forma de cúpula de crucería, del que parten, al frente y los lados, otros tres espacios, más estrechos, en bóveda de cañón. Todas las paredes son inmensos anaqueles desde el suelo hasta el techo, y en ellos, lo que parecen contenedores de metal signados en los lomos con una leyenda correspondiente a su ordenamiento y clasificación.



-Aquí se guardan los manuscritos, incunables, galeradas, primeras ediciones, facsímiles, y copias de los mismos contenidos en otras bibliotecas del estado francés, de cuanto el ser humano ha escrito en esta parte del mundo, y aún de esas otras partes a las que la curiosidad y el afán de conquista le ha llevado. Son miles de documentos de muy variada temática, desde narrativa a poesía, desde filosofía a matemáticas, tratados de física, química, lingüística, botánica o agricultura; códices miniados, atlas anatómicos, planos urbanísticos,... -y mientras desgranaba verbalmente toda la secuencia iba señalando con la mano hacia un lado y hacia otro, ya arriba, ya abajo de la sala central y de las adyacentes- Se puede encontrar todo tipo de soporte portátil: de papiro en royo o en plancha -traído por Napoleón cuando anduvo guerreando por Egipto- hasta pergamino o papel vitela de extraordinaria calidad, por supuesto papeles especiales y bastos. Todo, todo lo que por su naturaleza, interés o calidad, merezca la pena está aquí representado, en original o reproducido -haciendo un amplio gesto con la manos abiertas como si abarcara el orbe por completo-.
Laurent lo escuchaba y seguía sus gestos como si estuviera hipnotizado. En realidad esto superaba sus expectativas. Se sentía partícipe de un gran secreto primordial, acogido en el interior de una cámara del tesoro donde se guardan los más valiosos arcanos, Jonás tragado por la ballena del conocimiento ... ¿Sería posible que aquí encontrara, por fin, la información que tanto buscaba? Estaba convencido de ello. Pero ignoraba lo que aún le faltaba por ver. Tras pasear su mirada por aquellas paredes con el eco de la voz de Dominique aun resonando en el aire, reparó en cómo éste lo miraba con una extraña sonrisa esbozada en su cara redonda y pecosa, un amago de sonrisa que subrayaba un semblante ya de por sí pícaro y travieso.
-Impresionante, ¿Verdad?. Aquí quizás haya documentos que puedan ayudarle en su porfiada y encomiable búsqueda, mi querido investigador de sí mismo. Pero, venga,... sígame -y le condujo hasta el fondo del corredor central; una vez allí, ante aquel lienzo de pared aparentemente ocupado por un archivador de cuerpo entero, el bibliotecario accionó el asa girándolo sobre sí mismo... se oyó un clic metálico y la puerta rotó como sobre una troclea -Laurent se quedó demudado observando la oquedad que apareció al retirarse la puerta-archivador. Después, miró a Dominique interrogativamente...


-Esto es realmente lo que quería enseñarle -contestó Dominique, de viva voz, a la mirada inquisitiva. Y cogiendo otra vez la linterna desapareció por la obertura -vamos, querido amigo, no tema, la luz espera-. Laurent fue tras él.
Una vez dentro de la oquedad una pared de piedra les cerraba el paso. Dominique accionó otra palanca y la puerta-archivador volvió a su posición natural, a la vez que delante de ellos el muro desaparecía.
-Vamos. Es preceptivo, por seguridad: el archivo tiene condiciones de temperatura y humedad muy precisas que no deben alterarse significativamente. Debemos acceder de modo a como se hace en un submarino: a base de compuertas. jajajajajaja... -y la risa, en aquel pasadizo de poco más de un metro de anchura, sonó apagada, engullida por la piedra.
Sin aquella linterna la oscuridad habría sido absoluta. Ni a sus enormes ojos de búho le hubiera resultado posible distinguir nada que no fuera carencia de luz. Aquí sí había un ambiente cargado y un cierto olor a humedad. Nada recomendable para alguien que padeciera claustrofobia. A pesar de todo, se dejaba sentir una cierta corriente de aire; esta madriguera de topos disponía de algún sistema de ventilación.
-Como ya sabrá, mi estimado Laurent, París es un inmenso queso de Gruyére: el metro, las catacumbas, los sistemas de alcantarillado, las vías de escape de las antiguas abadías y palacios... Un auténtico laberinto de pasadizos, corrientes de agua, plazas subterráneas, callejones sin salida... Es fácil perderse si no se conocen mínimamente, aunque no sé si alguien los conoce hoy o los conoció en el pasado en su totalidad. Pero no se apure, no vamos muy lejos -el aumento de la corriente de aire delataba el acceso a otra zona más abierta-. Ahora debemos estar bajo el Ala Norte, cruzaremos la Rue Erasme y llegaremos a la cripta.
¡Cielos, Cripta! esto sonaba muy tétrico. Laurent empezó a pensar que quizás se había equivocado. ¿Y si el bibliotecario, este pelirrojo de cara traviesa y hablar cadencioso, fuera en realidad un sectario? ¿Uno de esos rosacruzianos, templarios, u hospitalarios de la nueva era que, deseosos de nuevos acólitos lo llevara a una encerrona, a algún ritual secreto y esperpéntico plagado de cánticos y letanías invocando a vaya usted a saber qué espíritus, dioses o demonios? Pero... Ya no podía echarse atrás, ¿Cómo volver? Se sintió como una víctima que se dirige al sacrificio.
Bajaron un tramo de escaleras, no más de veinte escalones, caminaron un corto trecho y,... la opresión de paredes y techos, acentuada por la zozobra y la inquietud ante lo desconocido, se dejó de sentir.
-Ya hemos llegado -sobresaltó la voz amplificada de Dominique a un Laurent abismado en conjeturas...

(continuará)


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