jueves, 13 de octubre de 2011

La Fórmula. Capítulo 8



XVI

Al lector

Llegados a este punto del relato, mi querido lector (pues para lectores se escriben los relatos, por mucho que uno exhiba, engreído y autosatisfecho, falso orgullo onanista en el mero acto de crear, a modo de masturbación del intelecto que se autocomplace, de esta forma, con su propios medios estimulantes por mor de dar salida a una excitación interior que turgente exige derramarse en el fértil y acogedor seno de la vida), pues bien, llegados a este punto, decía -estos mis excursos...-, he de hacer un llamamiento a la calma. No, no he perdido el norte, ni me he quedado colgado en mi propia autocomplacencia, obviada la referencia debida a quien gentil y pacientemente -los dioses os colmen de dicha- seguís el curso de este habitualmente ecléctico medio de expresión literario, artístico y musical. El relato -este relato que como Fórmula se formula- ha cobrado vida propia -es bastante común y familiar para quien se dedica a estos menesteres de dar rienda suelta a los afloramientos de la imaginación-, se extiende, pese a los límites acordados de antemano, por los propios confines de su universo, y, claro, yo consiento... mientras se deje reconducir -y, obediente, lo hace-. Creo, y es una honda creencia, que la imaginación creativa, una vez invocada, ha de ser respetada y no solo manipulada, utilizada como una prostituta -por muy selecta que pueda llegar a ser-; no, mi respeto por esta potencia del alma y la mente, en feliz conjunción, es tal que no puedo sino dejar que obre, darle libertad, dejar que lleve cierta iniciativa; al fin y al cabo bastante tiene con atenerse a los más o menos estrechos límites del talento individual de quien invoca (qué más quisiera ella -la imaginación creativa- que ser siempre invocada por un Borges, un García Márquez, un Cervantes o un Góngora, por poner ilustrísimos ejemplos); además, este dejar maniobrar a su aire al estro creativo lleva otra intención más sibilinamente oportunista: la esperanza de que mejore el resultado, de que potencie el sustrato sobre el que se asienta (es decir, el romo talento), y permita dar la impresión de que uno parezca más talentoso de lo que realmente es. En fin, y resumiendo, mes amis, no se me desesperen y aguanten un poco más, no me pierdan la fe, intenten ser comprensivos y magnánimos, procuraré que se sientan recompensados... al final. Nos queda poco para saber en qué parará todo esto. Qué le espera a Héctor en aquella cita anunciada en el primer capítulo y que dio lugar a este encadenamiento de flashbacks que como una gota de aceite se ha ido extendiendo y extendiendo, llevándonos por lugares y épocas dispares; también por hipótesis diversas y paisajes heterogéneos; quién es este Laurent que se nos ha caído de vaya a usted a saber qué cielo para contarnos vaya usted a saber qué cosa de interés; y, sobre todo, ¿ha merecido la pena el viaje?
Seguid, perseverad... un último esfuerzo, y sabremos la respuesta a estas cuestiones. Os prometo que después continuaré con mis ya habituales y dispares propuestas (pero todas con el denominador común de la Belleza en sus múltiples y artísticas manifestaciones, por supuesto). De hecho, ahí está nuestro Arquitecto de Dios esperando impaciente la resolución del relato para entrar en escena y dar por finalizada esta primera serie sobre su figura).
Que la vida os sonría y os trate amablemente. Soy consciente de que pasamos por momentos delicados en que la fealdad sobrevenida en forma de crisis varias nos azota como vendaval de tormenta. Aquí siempre encontraréis un reducto resguardado, un Shambala virtualmente real, un locus amoeni en el que reposar de las inclemencias del tiempo. Gracias.



XVII

Reconstruyendo puentes

-¿Que quién soy yo? Yo soy el que soy, pero también el que fui y el que seré. Alguien que ha tenido la suerte o la desgracia de poseer una sensibilidad extraordinaria -quizás producto de una circunstancia accidental- gracias a la cual le ha sido permitido acceder a planos de la realidad que habitualmente no son percibidos por el resto de seres humanos; y digo "habitualmente", ya que no excluyo la posibilidad de que alguien más pueda poseer esta facultad, o la haya tenido en el pasado. Sé que estará impactado, confuso, perplejo. Lo reconozco, como ya le he dicho, no es para menos. Sentir que uno puede ser poseído o visitado por otra conciencia es turbador, lo comprendo. Pero si es capaz de seguir confiando en mí y permite que le cuente mis experiencias habidas en ese mi investigar el qué y el cómo de mis estados de ausencia (por cierto, creo, ya, poder rebautizar la cualidad de esos estados, y sustituir el término "ausencia" -que solo sería adecuado desde la perspectiva de la realidad aparente, es decir desde la que se encuentran los que contemplan ese mi desfallecer-, por el de "viaje" -más indicado para describir lo que en realidad me ocurre durante esos desfallecimientos), verá que todo es más coherente y, por más inverosímil que le parezca, más plausible de lo que aparenta -aquí hizo una pausa en su monólogo para llenar de agua una copa y tomar de ella un largo sorbo. Su pausa tenía la intención añadida de dejar que sus palabras penetrasen la mente de un sorprendido y posiblemente bloqueado Héctor. Éste lo miraba con esa cara de atención descreída que se suele poner cuando alguien intenta esclarecerte lo tenebroso con una lámpara que solo alumbra su propio coleto.
El comedor se iba quedando vacío. La luz que entraba por los ventanales viró a un gris plomizo; probablemente estaba lloviendo. La atmósfera cobraba, así, un matiz aún más irreal; la incandescencia de la luz artificial hacía parecer la escena que se contemplaba a través del ventanal como si se tratase de una película en blanco y negro. Habían desbarasado la mesa para el siguiente plato, que sería acompañado de un sauternes classé, la Tour Blanche, al que le serveur dispensó el mismo trato elegante y cuidadoso que solía, escanciándolo en gráciles copas con forma de tulipa. Seguidamente, des Profiteroles à la Crême de Vanille avec des Fraises de Fôret, lucían esplendorosos y apetecibles ante aquellos hombres que, ahora silenciosos, mientras se producía el cambio de plato, habían pasado de la gastronomía a la hermenéutica de los hechos sobrenaturales. Les vendría bien un poco de goloso materialismo para volver a ubicarlos en el plano de las contingencias sensoriales.
-Esto tiene una pinta extraordinaria -dijo, Laurent, intentando, desde la intrascendencia, reconstruir el puente de confianza que se había venido abajo.
Héctor, haciendo de tripas corazón, respondió un... -Eso parece-.
Y ambos acometieron los profiteroles, que cumplieron la función de uno de esos pontones auxiliares que en casos de emergencia suelen emplearse en situaciones en las cuales se hace preciso cruzar una corriente para unir dos orillas bruscamente incomunicadas; en este caso, la labor de zapa la cumplirían las expresiones y matizaciones que mutuamente se harían en base a las notas organolépticas que los sabores de aquel postre les sugiriera. Eran conscientes, ambos, de que el mundo sensorial compartido les uniría.

En un momento del gastronómico diálogo, interrumpido por los lógicos envites al dulce y las más que obligadas atenciones al sauternes, Héctor, por fin, tendió la mano...
-La verdad, Laurent, no sé qué pensar sobre todo esto. Estoy confundido, y le advierto que no es fácil descolocarme -con estas palabras le estaba pidiendo mayor concreción, más argumentos, motivos, en definitiva, que hicieran que volviera a confiar en él; en realidad lo estaba deseando, parecía un hombre tan... coherente y equilibrado.
-Imagino que usted es escéptico ante esos casos -aprovechó, entonces, Laurent, adivinando los deseos de su conmilitón- en que algunos congéneres nuestros, a lo largo de la historia, han referido estados de conciencia modificados, incluso revelaciones, apariciones de seres fantásticos, legendarios, míticos o... cotidianos, que de todo ha habido. Estos hechos no siempre se han dado en personas especialmente dadas a la sugestión. De cuerdo que en casi todas las ocasiones son producto de procesos de auto conocimiento, de introversión, de zozobra espiritual, muchos de ellos ocurridos en el seno de la religión (sea cual sea ésta; los casos se registran en todas: monoteístas, politeístas, panteístas, animistas o elementales, ontológicas y experimentales), y que muchas veces pueden ser inducidos con sustancias psicotrópicas y con rituales de iniciación, así como con disciplinas ascéticas y con técnicas de control físico; pero ha de convenir conmigo que Plotino, George Bacon, Meister Eckhart, Swedenborg o William Blake (por no citar obviamente a místicos como Juan de la Cruz o Teresa de Jesús, la Beata Ludovica Albertoni o Hildegard von Bingen, que un agnóstico o ateo me podría objetar) no son sospechosos de poseer inteligencias dadas a la fantasía gratuíta. Todos ellos y muchos más (entre los cuales quienes, prestigiosos y reconocidos, probablemente no las han desvelado por miedo al qué dirán) tienen en común esa cuestionada percepción de lo ultrasensorial, de lo que no es comprobable ni explicable mas que como -se concluye de forma estúpidamente pueril- patología del órgano sede de la imaginación: el cerebro. Así, de un plumazo, se derivan experiencias ciertas, reales, comprobadas, al terreno de lo marginal, de lo improbable, cuando no, taxativamente, de lo imposible. ¿Por qué esa cerrazón, esa numantina resistencia, en admitir algo por el simple hecho de que se desconoce el mecanismo de su realización y la índole de su entidad? Si se sabe que ocurre, que les sucede incluso a individuos con una inteligencia práctica descomunal, ¿Por qué negarlo?
-¿Por coherencia con unas referencias que comunmente nos hemos ido dando a la luz de nuestro grado de conocimiento de la realidad? -repuso como un resorte un Héctor que no estaba dispuesto, a pesar de todo, a ser víctima fácil de embaucamiento. Serían precisas aún pruebas más convincentes... para su razón.
-Es más fácil tachar de locura lo que ni se comprende ni se explica que admitir su existencia sin poder demostrar su veracidad -contra replicó, Laurent-. Pero todos sabemos, monsieur, no obstante, que la realidad, lo posible, lo que es, no se limita a nuestra capacidad de demostración, si así fuera nos quedaríamos con una realidad bastante pobre ¿no cree, amigo mío?
-Sí, efectivamente -contestó, Héctor-, esa paradoja es la mayor que ha de arrostrar la ciencia. En esto, se podría decir, que el pensamiento y sentir orientales están más cercanos a su postulado. Ellos no tratan de supeditar la realidad a la razón, ni a su verificabilidad teórica o empírica; se limitan a admitirla, a padecerla o gozarla, sin más. Por eso en Oriente se tiende, en religión, al panteísmo, y únicamente en esa superación del hecho religioso, de raíz taoísta y expresión secular, como es el caso del budismo, se concibe la teoría unitaria.

Habían terminado de comer. El comedor estaba ya vacío. La comodidad de aquellas sillas de torneada madera de roble tojo y mullidos asientos adamascados invitaba a tomar café allí mismo. Y allí mismo les fue servido un aromático arábica de las montañas azules de Kenia, exhibiendo, pródigo, su poderosa personalidad: fuerte aroma achocolatado, cuerpo de terciopelo y sabor a humus misterioso (quizás aquellas nieblas matutinas, en las que permanecía sumergida durante varios meses al año la planta de aquel café cultivado en altura, eran las que le aportaran esa compleja atmósfera a selva, ominosa e impenetrable, que ya hiciera soñar a Joseph Conrad su viaje al Corazón de las Tinieblas). Por supuesto, nada de ese horroroso e insípido azúcar refinado; no señor: se les sirvió un set donde se hermanaban varios tipos de azúcar integral de caña: el oloroso mascabado con el húmedo de melaza, el Demerara de Isla Mauricio con el orgánico de Jamaica. Un chocolat noir, Valrhona bien sûr, completaba el servicio.
Héctor, sino más convencido, sí, al menos, más calmado, decidió seguir adelante. Aún esperaba asistir a un despliegue de revelaciones que satisficieran su rigor intelectual.
-Si le es posible, Laurent, ¿Me podría decir cómo supo de mi sueño, y con tal grado de detalles? ¿Y qué relación tiene este hecho, para mí incomprensible, con aquellas otras cuestiones que quedaron a medio contestar; es decir: su labor de investigación personal, alquímica digamos -y al decirlo no pudo reprimir una sonrisa cargada de ironía- y su relación con un grupo masónico? No sé si voy a recibir como respuesta otra boutade, pero me arriesgo a ello...
Laurent, mirándolo, se echó hacia atrás; después, tomó el café y lo apuró de un trago, cerró los ojos y permaneció en absoluta quietud durante unos segundos, como si repasara mentalmente el itinerario que debía seguir si no quería volver a sobresaltar a su compañero de mesa. Al fin, abrió lentamente aquellos enormes ojos sin pestañas y comenzó a hablar. Le refirió la experiencia, acaecida quince años atrás, durante el celebérrimo Mayo parisiense, en que, como en un sueño, había accedido a un lugar prodigioso, no por lo prodigioso del lugar en sí, sino por lo en él contenido. Le habló de Dominique, de la ENS, de su acceso furtivo a la biblioteca, de la rocambolesca peripecia subterránea a la luz de una linterna hasta llegar a la cripta. Al oír todo aquello, Héctor, no pudo evitar interrumpirle, exclamando con sorna:
-¡Cielos, esa aventura parece un cóctel de El Nombre de la Rosa y El Fantasma de la Ópera!
-Tiene Uvd razón, amigo mío -dijo Laurent, riendo a carcajadas, eso pensé yo (y si se me estuviera permitido el salto en el tiempo hacia adelante, incluso con el Péndulo de Foucault). Pero no se deje engañar por las apariencias: la realidad supera a la ficción, siempre. Y lo que voy a contarle de seguido es una prueba fehaciente de ello -Héctor contuvo el aliento un instante, pero se rehizo rápidamente: probablemente la vida de aquel hombre estaba tan subsumida en lo extraordinario que era incapaz de haber tenido una sola experiencia considerada normal, por el resto de los mortales.
-¿Ha oído hablar del Manuscrito Voynich? -la voz de Laurent al pronunciar este nombre sonó solemne, casi reverencial.
Héctor se dispuso a escuchar otra fantástica historia, pero esperaba -repito, lo deseaba- que tuviera la suficiente consistencia y veracidad como para convencerle de que lo maravilloso puede ser posible en este mundo sin necesidad de estar referido por un loco o un alucinado.



XVIII

El Manuscrito Voynich (I)

El sonido seco y pétreo del deslizar y encajarse de piedra pulida resonó propalado por la curvatura de la cúpula que techaba la amplia estancia a la que habían desembocado tras su periplo subterráneo por estrechos corredores, escalinatas y oscuridad; se trataba de un acceso oculto en la pared norte de la cripta. Penetraron por el hueco precedidos por la luz de la linterna. Una vez dentro, Laurent detectó el olor inconfundible a biblioteca de viejo, de muy viejo; el característico olor del Archivo Reservado aquí se expresaba concentrado y con gran intensidad. No había más que abrir la boca y uno podría masticar esa densa pastosicidad olorosa. A pesar de notar un aire relativamente limpio y aireado, el inevitable efluvio de la piel del pergamino y de las sustancias vegetales que servían de soporte a documentos antiguos era ostensible.
-Está usted en un sitio muy especial, mi querido estudiante. -Dominique había accionado un interruptor haciendo que una luz tenue y amarilla se derramara sobre el espacio en que se hallaban.
Laurent parpadeó un par de veces y comenzó a pasear la vista -esa su mirada de búho- por aquel recinto de piedra de forma poliédrica, irregular, cuyas paredes estaban cubiertas por tupidos cortinajes de color oscuro -igual podía tratarse de granate que de marrón-, y en cuyo techo, levemente apuntado, se unían los ángulos del poliedro perimetral convertidos en nervudas aristas curvadas hasta formar, en su centro, un rosetón también de piedra que parecía labrado con algún motivo que no alcanzaba a distinguir. El centro de la estancia la ocupaba una gran mesa cuadrada de mármol gris circundada por bancos del mismo material. Los ángulos del perímetro, menos los correspondientes a la entrada, estaban ocupados por grandes facistoles y sobre cada uno de ellos un soporte circular de hierro que, probablemente, en otro tiempo, habría albergado una antorcha. Era todo el mobiliario. La sala tendría cerca de diez metros de anchura.
-Este es el recinto de la heterodoxa Biblioteca Universalis, el archivo más singular que imaginarse pueda -comenzó a explicar con su cadencia habitual pero con un intenso brillo en sus pequeños ojos, Dominique- En él se encuentran obras conocidas de autores conocidos, obras desconocidas de esos mismos autores, obras conocidas de autores desconocidos y, por fin, autores y obras desconocidos. Todo aquello que, poseyendo un indudable valor para la humanidad, hemos podido reunir a lo largo de los siglos. Selección realizada atendiendo siempre a nuestra perspectiva aconfesional y por tanto libérrima. -y moviéndose con agilidad descorrió cada uno de los cortinajes que ocultaban las paredes.

Ante ellos, en vez de macizos muros de piedra, apareció una formación reticular, algo así como una colmena de celdas exagonales cerradas no con cera sino con pequeños portones de negra madera, pulida y brillante -posiblemente ébano; estos portones tenían un tirador vertical y, al lado de éste un rótulo metálico con una leyenda. A Laurent le parecía haber retrocedido tres siglos de golpe... sino fuera por la notoria limpieza que gobernaba aquel lugar: ni una telaraña, ni polvo, ni humedad, todo impoluto; hasta aquel pastoso y denso olor a viejo era venerablemente puro.
Dominique le invitó a acercarse al tiempo que le decía,
-Estas celdas acogen semillas de sabiduría que un día germinarán en las fértiles mentes de aquellos que las acojan y cuyos ojos sean capaces de desentrañar el mensaje cifrado en ellas contenido. Algunas por sí solas no son nada, no más que potencia latente, curioso ejercicio especulativo, bellos compendios de quimeras incomprensibles; otras, siendo conocidas y habiéndose convertido en pilares de nuestra cultura, han sido malinterpretadas, tergiversado su sentido último. Pero todas, a modo de piezas de un puzzle vital, portan el poder de lo posible esperando encajarse en las almas adecuadas; cuando ello sucede, de la unión, surge una luz tan cegadora que a su lado el mismo sol parecería una débil llama; cuando ello sucede se cumple el gran ciclo por el que lo Diverso vuelve a la Unidad; y ese día hasta el mismo Dios se regocija y los ángeles, en corro, danzan el Gran Baile de los Esponsales. Ese día, lo que es, tras un largo rodeo por lo que parece, vuelve a su seno de Ser en el Uno Indivisible, vuelve a poseer la conciencia del Todo con que éste se manifiesta; ese día, Laurent, la Tierra vuelve a ser expresión del Paraíso, y el afortunado en que esto se dé será como Adán antes de la caída: Uno con el Dios que es, a un tiempo, Creador y Lo Creado.
Laurent creyó estar escuchando a otro Dominique. Este que así hablaba poco tenía que ver con quien había compartido horas de charlas en la biblioteca. Hasta su voz cobraba otro registro, con inflexiones nuevas, con entonación distinta, con timbre más profundo. Parecía, esta su nueva voz, surgir del interior de aquellas mismas celdas cerradas, que le participaban, así, sus más íntimos secretos. No podría asegurar que aquel hombre, habitualmente comedido, no estuviere en estado de trance desde que descorriera los tupidos cortinajes mostrando aquella estructura de negro colmenar donde la débil luz se reflejaba y dividía en mil facetas.
Dominique se dirigió a una de las celdas; tiró del asa, abrió el receptáculo y de él extrajo dos volúmenes. Seguidamente los depositó en la gran mesa central.
-Venga, Laurent, quiero enseñarle algo. Creo que en este libro... o lo que sea, está el objeto de su búsqueda, al menos un atajo en su destino. Desde que me habló de su caso, de sus circunstancias, de su sensibilidad portentosa, de su olfato, relacionándolo con un mapa sensorial paralelo y alternativo al aparente -el común a casi todos-, desde ese momento lo relacioné con este documento. Tengo la esperanza de que al fin pueda ser descifrado, entendido, encajado en su hueco correspondiente. -Laurent se había sentado a su lado y, sin dejar de escuchar a Dominique, observaba aquellos libros: uno, más voluminoso, parecía de pergamino; el otro, más delgado, apenas más que un cuaderno, podría ser de papel ya ajado. En ninguno de los dos figuraba título; solo en el más delgado, aparecían unas letras mayúsculas en carácter carolingio: arriba, MV; debajo una C.

-Este es un libro excepcional, mi querido amigo -dijo Dominique tomando en sus manos aquel volumen escrito en fino pergamino-. Nadie hasta ahora ha podido descifrar ni una sola frase coherente, ningún código. Incluso las ilustraciones, que en él aparecen profusamente, son incomprensibles; podemos barruntar el sentido, pero el significado preciso se nos escapa. Se trata del Manuscrito Voynich, la piedra de toque de los criptógrafos. Expertos de todas las épocas, desde que apareciera en el gabinete de Rodolfo II de Bohemia -a caballo entre los siglos XVI y XVII-, hasta hoy lo han intentado descifrar sin éxito; ni tan siquiera expertos en criptografía altamente sofisticada, aquellos que fueron capaces de desvelar los códigos de las claves en la 1ª y 2ª Guerras Mundiales, han podido meterle mano. Incluso hay quien piensa que es una gran broma, una especie de camelo para incautos (entre ellos, el propio Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, quien acabaría desposeído de la corona al final de su vida, alegándose para ello locura). -Dejó cuidadosamente el libro sobre la mesa y, cogiendo el cuaderno, continuó- Este otro quizás sea el intento de desciframiento del Manuscrito más serio de todos los realizados, aunque no sabemos si con éxito, pues parece un galimatías sin sentido: es una interpretación del texto realizado por Jean François Champollion, de sobra conocido por su dedicación a la egiptología, y, sobre todo, por el descifrado del lenguaje jeroglífico, y su ajustada, y por fin completa, traducción de la Piedra Rosetta, verdadero diccionario plurilingüe de la antigüedad (como sabe en el Museo Británico incautada por los ingleses al ejército de Napoleón, que la descubriera).
Laurent miraba a Dominique -a sus ojos, a sus labios- mientras hablaba, y, alternativamente, a uno y otro texto.
-Ahora le voy a mostrar el Manuscrito. Examínelo detenidamente y dígame si encuentra en él algo familiar, algo... que sea inteligible para Uvd. -y, con todo cuidado, Dominique puso al alcance de Laurent aquel misterioso y enigmático libro. Laurent lo cogió -era pesado para su tamaño-, a pesar de lo antiguo desprendía aún un tenue olor a piel refinadamente curtida: se trataba de vitela de gran calidad. Lo observó primeramente, como sopesándolo, antes de abrirlo (quizás albergaba en su interior esa mezcla de temor y curiosidad ante algo decisivo). Por fin, cerrando los ojos, lo abrió...
-¡Dios santo! -exclamó con un grito ahogado abriendo aún más aquellos enormes ojos sin pestañas ¡No podía creer lo que estaba viendo!
Dominique, al ver el gesto de absoluto asombro de Laurent, sabía que su presentimiento había dado en el clavo: era él.

(Continuará)



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