sábado, 10 de marzo de 2012

Las Bendiciones malditas (2)





III
El cambio. La reiteración que supone el continuo ir y venir de la vida: los años, cuarteados en estaciones; las estaciones, terciadas por lunaciones; los ciclos lunares, ceñidos a la terca alternancia de las noches y los días; los días, divididos en caprichosos segmentos de meridiano; la matemática arquitectura de las horas construidas con minutos y segundos; y las fracciones infinitesimales del tiempo, ínfimos suspiros de abstracción, hasta disolverlo en entelequia... todo esto, que para el hombre es incuestionablemente normal, este cambio cíclico (mas no exacto), este ordenamiento del cosmos que se ejemplifica en un aparente caos en la Tierra, donde todo parece permanecer en mudanza perpetua (cambiar para que todo siga igual...),.... todo este considerar normal la efervescencia vital en permuta constante, digo y concluyo, contrasta fuertemente con lo extraño que se le hace al hombre verse a sí mismo sometido a ese cambio, siendo una cosa más sometida a las aleatorias leyes del cambio. No otra cosa parecen querer decir esas expresiones de reproche, amonestación, queja o acusadora decepción: "ya no eres el que eras" "antes no eras así" "cuánto has cambiado" "no pareces el mismo", etcétera. Ante ellas admitimos nuestra perplejidad cuando alguien se manifiesta de forma distinta de lo esperado, de aquello que podría esperarse de alguien ya encasillado en unas determinadas coordenadas, en unos límites definidos; como si un ser humano no estuviera sometido al caótico rigor de este cambio perpetuo, como si el ser humano fuese un autómata y no un ser vivo, sujeto, por tanto, a las mismas influencias y leyes que todos los demás cuerpos del cosmos; como si, por el mero hecho de ser inteligente, no se tuviera derecho a cambiar, siendo así que la inteligencia supusiera una especie de corsé ante lo mutable, cosa que, evidentemente, es una contradictio in terminis. ¿Qué es lo que ocurre, pues? La respuesta quizá hubiera que buscarla en la necesidad que el ser humano tiene, como criatura social que es, de dotarse de leyes y normas, y éstas de fundarse en principios fijos, inmutables, firmes puntales donde anclar una moral específica: la de la época, la del momento evolutivo, la del desarrollo técnico y social... ¿Cómo hurtarse a la tentación de considerar a los sujetos sometidos a la norma y al principio inmutables, también, por tanto, como inmutables? Pero, quítese este condicionamiento meramente artificioso y básicamente consuetudinario, y tendremos a un ser libre expuesto, y capaz, al cambio como ninguna otra criatura.

El anterior proemio, circunloquio pretendidamente clarificador, viene a cuento de lo que podría calificarse, sin ápice de exageración, de un cambio esencial (sino radical) en el carácter de Martín Bermúdez; tanto más acusado cuanto más se alejaba (en el tiempo y en el espacio) de aquel batán, de aquella Herrera de Pisuerga y de aquella Castilla, donde parecía haber nacido para morir siendo el Batanero: un ser austero y gris, huérfano de ambiciones (conocidas), algo taciturno y conformista.
De pronto, cuando se vio solo ante el mundo, rodeado de gente que no conocía, perdida toda referencia familiar y todo apoyo, sintió una emoción nueva e inaudita, una sensación (¿de... libertad?) que nunca antes había sentido (ni en sueños, ni en ensoñaciones). Solo el mismo sol, allá arriba, pegándole en el cogote de forma semejante a como lo hacía en Castilla, le hizo pensar que se trataba de la misma persona, el mismo Martín de hacía dos meses. Pero su perspectiva, su manera de pisar la tierra, incluso su manera de andar (pensaba él) era distinta. Se sentía más... ligero. Eso es, más ligero. No recordaba qué sentía a los veinte años, pero de lo que estaba seguro era de que allí, quien caminaba por el bullicioso puerto de Cartagena, poco tenía que ver con aquel Batanero que soportaba las horas y los días, y los meses, y los años, a base de soñarse en otro sitio. Nadie podía sospechar que el repetido e insistente maceo del batán producía en Martín el efecto de una música hipnótica, mediante la cual su imaginación entraba en una especie de trance que lo trasladaba a otra realidad muy diferente de la que padecía su cuerpo físico. Ahora estaba viviendo esa realidad antes soñada; su piel podía sentir ese nuevo aire, ese nuevo mismo sol, y todo con su mismo corazón, sus mismos ojos, su misma mente. ¡Tantas cosas eran las mismas, y él parecía tan distinto! Era como si sintiera un nuevo Martín desperezarse en su interior; alguien que siempre había estado allí, agazapado, esperando su oportunidad...


Sacó de la faltriquera interior de la ajada chaquetilla una arrugada nota. En ella Juan de Dios Guzmán, el joven y experimentado mestizo con quien hiciera amistad en el viaje transatlántico, le había escrito una dirección de confianza en Cartagena ("Dile a Mamá Gracia que vas de parte mía --y precisaría con enigmática sonrisa--, confíale que eres compadre de Juan de Dios Sintregua").
Martín abordó al primero que le ofrecía fiabilidad en la respuesta. Acertó. Tras sonreír pícaramente (y mostrar de forma evidente la falta de paletos), aquel galopín con pinta de estibador, le indicó la ubicación exacta. No tenía pérdida: al final del malecón, un caserón de dos plantas, paredes desconchadas pero recién enjalbegadas, y un rótulo en el dintel estucado de la puerta que, con rimbombante tipografía barroca, en rojo y oro, rezaba: El Paraíso de Santa Fe.
En el malecón solía haber ajetreo a todas horas. Incesante ir y venir de gentes fronterizas: fronterizas entre la tierra y el mar, fronterizas entre la metrópoli y las colonias, fronterizas entre los improbables sueños y las duras realidades; un paso atrás y volverían a la rutina, un paso atrás y negarían la aventura, un paso atrás y morirían en vida. Mientras siguieran allí, en la frontera, había esperanza. La duda, la zozobra, la angustia, la combatían en lugares como El Paraíso de Santa Fe. También allí: los aventureros, quienes habían dado el paso adelante, imbuidos ya en la vorágine de una gesta privada de suelo firme, o aquellos que se sumergían en las profundidades de la selva y el acaso, para emerger de vez en vez a la superficie en busca de oxígeno, o portando el producto de su pesca (el oro, la plata, las piedras preciosas,...) para fundirlo en diversión, o invertirlo en seguros valores del Reino.

No se ha hablado aún (por falta de oportunidad, ni venir a cuento) de la relación que Martín, allí, en su Herrera natal, tenía con el sexo femenino. Ahora es el momento para hacerlo. Su bagaje en este terreno se remitía a uno de esos encuentros fortuitos que todo mozalbete con el corpachón más desarrollado que el cerebro suele tener, a su pesar, con la buscona de turno. En su caso sucedió en el lavadero; la buscona fue una moza maritornes de buen ver que alquilaba sus servicios en las casas con posibles: sirvienta, freganchina, niñera, ama de compañía para tullidos o viejos, en fin, lo que surgiera. Tampoco le hacía ascos a otro tipo de servicios menos esforzados y más placenteros, si bien con estos obtenía menos emolumentos, pues a veces los prodigaba gratis. Era, lo que se podía decir, una mujer de buen corazón y refajo levantisco. Lo de Martín con ella fue un albur. Una ansión que le dio a la moza, ahíta de viejos y maduros tirando a pasados, al ver en aquel puro e inocente mocetón ocasión para sacar sus orondas, prietas y agradecidas carnes de miserias propinándose una buena ración de la frescura turgente de un imberbe garañón. Lo que ocurrió es que la moza no esperaba lo que se encontró. Se dijo que a raíz de aquella aventurilla sobre la hierba, entre juncos, caños y tajos, la buena fámula no tocó varón en seis meses, de resultas de las secuelas que la potencia viril del jovenzuelo le dejara. También se dijo que fuera aquella mujer quien le puso el apodo de el Batanero (cosa en todo punto falsa, por más que el golpeteo repetido de los mazos del batán pueda sugerir una poderosa coyunda). Lo cierto es que a Martín aquella experiencia le marcaría, no por lo que sintiera, que no sintió más de lo que pueda sentir un bruto cuando cubre a una hembra en celo; sino por lo que contempló ante sí cuando cabalgaba a galope tendido aquellas blancas y anchas caderas: los ojos salidos de sus cuencas; la boca, extrañamente contraída, brotando espumarrajos; la garganta, por fuera hinchada, emitiendo desde dentro sonidos guturales que parecían subir directamente de las entrañas sometidas al incesante y vigoroso bombeo; el cuerpo, todo tembloroso, aferrándose a él como una pantera lo haría a su presa; y aquel estertor final combando su cuerpo como si fuera un arco, rígido, espástico, ciñendo su miembro a cada espasmo como si lo estuviera ordeñando; y, sobre todo, lo que más lo asustaría: aquel descontrolado sollozo con que finalizó la diabólica escena, y el cuerpo, antes tieso y agitado, desfallecido, como muerto debajo de él. De hecho, el inocente y simple de Martín, creyendo haber matado a la pobre mujer, se subió las calzas y huyó despavorido del lugar del lúbrico crimen. Desde aquel día Sinforosa (que así se llamaba la incauta), lo evitaba como al mismísimo demonio; eso también le marcó. ¡Nunca más! --se dijo--. Y lo cumplió.


IV
En El Paraíso de Santa Fé todo hombre que no buscase pendencia era bien recibido. Fuera alto, bajo, flaco o gordo, vistiera jubones de terciopelo o camisas raídas de algodón, llevara hebillas de plata en botines de cordobán o calzara sandalias de piel de conejo, o, aún, llegara descalzo. Ni incluso a quien, mendigo de sí mismo, demandaba una limosna afectiva se le negaba una sonrisa. Por eso cuando Martín, tras ser acogido con la proverbial simpatía que era marca de la casa, preguntó por Mamá Gracia para transmitirle saludos de Juan de Dios Sintregua, las sonrisas se mutaron en calurosa bienvenida. Todas aquellas bellas mujeres se arremolinaron alrededor de él, agasajándolo con requiebros, piropos, y algún que otro irreproducible cumplido ("vaya, vaya, con la buena fama del mestizo --pensó para sí el palentino-- . Qué discreta era la gente marinera. Allá, en alta mar, dedicados a la buena gobernanza de la nave, nada hubiera hecho sospechar que aquel hombre jovial pero discreto, producto de la hibris hispano-americana, pudiera gozar de tan buenas relaciones en tierra firme).
Él, Martín, el Batanero, el renacido Martín, se sorprendió a sí mismo sintiéndose no solo complacido, sino orgulloso, con aquel cálido recibimiento. Nada de aquella prevención, nada de aquel juramento, nada que pudiera recordar la inexplicable misoginia con que había vivido los últimos doces años, afloró. Ni rastro de timidez, ni reserva. Recibió las muestras de cariño como un experimentado y ducho mujeriego para regocijo de las damiselas. Éstas, eran hermosos especímenes, ejemplares anatómicamente selectos de todo tipo y condición: blancas, mulatas, mestizas, criollas, indígenas; rubias, morenas, alguna pelirroja natural, y hasta una exótica albina de piel cenicienta y curvas esculturales; delgadas, rollizas --pero bien formadas; exuberantes, como gustaban decir--, las había más altas y menos bajas, más guapas y menos agraciadas... pero, en fin, todas, todas, atractivas, sonrientes y luminosas. Del piso de arriba bajó una mujer madura, que sin lugar a dudas había sido hermosa en sus buenos tiempos, pero que en el presente debía conformarse con portar, como botones de muestra, su pretérita belleza en los ojos. Ojos grandes, a los que unas ostentosas patas de gallo no hacían sino servir como colas de radiantes cometas. Su andar pausado (debía desplazar no menos de ciento setenta libras aquilatadas en poco menos de ciento setenta centímetros), el peinado imposible con el que recogía su cabellera morena, y su vestido talar de vivos colores le daba un aire de gran dama aristocrática salida de la selva. Era la inconfundible humanidad de Mamá Gracia.

Todas las hetairas le hicieron pasillo de honor. Cuando le tuvo delante se le quedó mirando un rato a los ojos y después, con sorpresa para él, lo dio un abrazó jaleado por todos los presentes (incluidos los clientes ocasionales que en aquel momento ocupaban el local). Que Mamá Gracia diera un abrazo tan ostentoso no era cosa que prodigara habitualmente. Oh, sí, tenía muchos gestos de cariño, para clientes y chicas, y siempre una sonrisa profunda, inteligente, maternal, pero un gran abrazo eso solo estaba reservado a los elegidos.
--Alguien que merece ser compadre de Sintregua, también merece mi abrazo. --sentenció aquella imponente mujer. Y fue como si allí, ante todos, lo proveyera del más exclusivo de los salvoconductos.
Martín, abrumado, solo acertó a devolver la presión del abrazo con otro de equivalente firmeza, a la vez que exhibía una sonrisa que era (y aquí no se emplea la expresión con vacua retórica) el reflejo de su alma. Por cierto, ésta --su alma-- la sentía cada vez más libre, más suya, más propia. Definitivamente se trataba de un renacer. Estaba viviendo por segunda vez. Deshecho el abrazo se presentó.
--Mi nombre es Martín Bermúdez. Acabo de llegar de España. Es un placer conocerla a usted, Mamá Gracia, estar en su casa, y disfrutar de tanta belleza como aquí atesora. No puedo sino sentirme halagado por este recibimiento. Estoy a su entera disposición, madame (empleó el galicismo sin pensarlo, de modo reflejo, una vez escuchado en las muchas conversaciones mantenidas en el barco con sus amigos, más experimentados que él en el tratamiento de cortesía a las mujeres).
Mamá Gracia asintió agradecida con una caída de ojos que en otro momento de su vida había sido capaz de derretir los más fríos corazones y doblar las más recias voluntades, y ahora portaba la menos turbadora significación de la más profunda calidez, confianza y franqueza. Lo cogió de la mano y se lo llevó al piso de arriba, donde tenía su estancia, su alcoba y su despacho.
--Vamos querido. Tendrás muchas cosas que contarme. Háblame de aquella tierra que un día sintió estrechos sus límites y se nos llegó hasta aquí pretendiendo ensancharlos --todos oyeron que le decía mientras subían, agarrados de la mano, con parsimonia la escaleras.


Los próximos dos meses los pasaría Martín alojado en el Paraíso (nunca se empleó mejor, ni con mayor propiedad, este término). Mientras estuvo allí (tratado a cuerpo de rey Salomón) realizó, en compensación, labores de relaciones públicas. Este cometido tenía entre sus funciones la de procurar una tranquila actividad laboral de las chicas y la de dotar de aparente respetabilidad al local; evitando de forma discreta (o expeditiva si era el caso) que ni el alcohol, ni la mala baba, crearan problemas entre los clientes (algunos de ellos selectos). La verdad sea dicha, no se le daba mal la tarea. Su tamaño no ayudaba poco, como es lógico. Pero más importante sería una rara habilidad (desconocida antes por él mismo) para detectar a simple vista, en los ojos de la gente, su capacidad para crear jaleo. Esto le ahorraba tener que actuar cuando el remedio ya debiera ser más contundente. Cuando detectaba estos generadores de inquina, o les invitaba amablemente a no traspasar el umbral de entrada, o ponía a su sombra a Umalo, un imponente negro mandinga que exhibía brazos como piernas y piernas como troncos, que además, poseía la increíble capacidad de poner los ojos en blanco, lo que volvía su mirada aún más terrorífica. Su sola presencia a la vera del bullas era suficientemente persuasiva. Resumiendo, sus dos meses allí transcurrieron con escasas penas y muchas glorias; éstas propiciadas por voluptuosos momentos disfrutados con las experimentadas chicas del Paraíso que se lo rifaban cuando querían realizar "una cura", como ellas lo llamaban (también utilizaban otro tipo de ingeniosas expresiones, eufemismos del argot picaresco, como desatranque, limpieza de conductospulimento de superficies, o, en los casos más sutiles y terapéuticos, tratamientos de choque, y terapias de relajación).

Un día llegaron al local cuatro tipos que no le ofrecían ninguna confianza. Uno de ellos, además de mirada diabólica, llevaba tonsurada la coronilla (¡Vaya --se dijo, Martín--, aquí tenemos un desertor!). Martín sabía, porque se lo habían comentado cuando le pusieron al corriente de la situación social en las colonias, que si bien la Iglesia miraba para otro lado (en dirección opuesta a ese extremo del malecón) ante las actividades pretendidamente ilícitas del Paraíso de Santa Fe, no era del agrado de las autoridades eclesiásticas (sobre todo del delegado mitrado, ni de la Santa Congregación para la Doctrina de la Fe, es decir La Santa Inquisición) ni su existencia, ni el nombre elegido para tal lugar dedicado al fomento del vicio y la promoción del pecado. Pero una protectora acción del Gobernador (un noble liberal descendiente de Comuneros segovianos, allá en España), a su vez protegido del Virrey, mantenía una entente incordiale, un difícil equilibrio, que amenazaba romperse en cualquier momento. Y aquel momento llegó.
Aquellos cuatro tipos demandaron ciertos servicios, preguntaron a las chicas, inquirieron de los empleados del local información acerca de movimientos y personas. Por supuesto que a los diez minutos todos estaban sobre aviso. Mamá Gracia, le dijo a Martín:
--Ya los tenemos aquí. La semana pasada han sustituido al Virrey, y este cambio ha producido una cascada, a su vez, de mudanzas en los puestos claves de representación y gobierno. El Gobernador --que era quien nos brindaba protección-- también ha sido cambiado; y no solo eso, se le ha enviado encadenado de vuelta a Salamanca, donde parece que será juzgado por "delito de lesa inmoralidad y reo de vida licenciosa, opuesta a la doctrina de la Santa Fe Católica que todo buen cristiano debe respetar y promover", según rezaba la Real Cédula de Citación. La denuncia, claro está, había partido del arciprestazgo de Cartagena de Indias. Parecía que esos buitres de gola almidonada y cilicios penitenciales movieron las piezas pertinentes para hacer posible esta cruzada en pos de las buenas costumbres.
Un destacamento de la guardia real apareció al día siguiente para clausurar el local y precintarlo. Detuvieron a todos los que allí encontraron; pero algunos, más prudentes o menos confiados, pusieron tierra de por medio la noche anterior. Mamá Gracia se quedó. ¿Adonde iba a ir? Además, prefirió morir matando, acusando, a su vez, las periódicas visitas de ciertos petimetres tonsurados que amparándose en la noche y el embozo de capas talares accedían al local por la puerta de atrás. Esto no la libró de la cárcel pero satisfizo su gratificante venganza.

Martín, que fue uno de los que escaparon al cerco de la intolerancia, tomó el camino que lo llevaba, selva de por medio, al sur, hacia Antioquía, Popayán y Guayaquil, y de allí al Virreinato del Perú, donde, parece ser, se ejercía de forma más laxa el dominio, tanto eclesiástico como gubernamental, que en Nueva Granada. Mientras abandonaba Cartagena, acompañado de Munasiri, una singularmente hermosa nativa aimara de quien se había encariñado, no pudo dejar de sentir cierta compasión por aquella ancestral pareja que fuera arrojada de aquel otro, primigenio, Paraíso. 

(continuará)

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GALERÍA
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Paul Gauguin
1848-1903
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Portfolio 2
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Te Aa Na Areois
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Vahine No Te Tiare
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Nafea Faa Ipoipo? / When will you marry
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Two Taihian Women with Mango
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Ia Orana María
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E Haere Oe I Hia
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Te Avae No Maria
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The Cat
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The Visitation after the Sermon (Jacob Wrestling the angel)
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The Yellow Christ

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