lunes, 5 de marzo de 2012

La flauta de Jade (Un cuento chino) (3)




Al lector
Habiendo abusado de su (siempre bienvenida) confianza, aprovechado su (siempre bien hallada) buena fe y obligado, quizá, a un exceso de su (siempre valiosa) concentración, mis ocasionales lectores pueden andar un tanto mosqueados porque lo que se prometía como una "pequeña historia", ha ido, en cambio, adquiriendo la proporción de un complejo mosaico narrativo-ético-metafísico. Les doy la razón, pero no les pido disculpas, pues que eso sería tanto como desdecirme de lo apuntado en la conclusión del primer párrafo del relato: el episodio merecía el tratamiento de historia, y como tal lo he tratado. ¿Podía haber sido más sucinto? Muy posible. ¿Haber ahorrado detalles, justificaciones, explicaciones? Por supuesto. Pero eso hubiera sido traicionar lo que subyace bajo todas esas pequeñas historias que, a la postre, si se escarba un poco, no son sino parte del entramado de la Historia con mayúsculas; su causa, meollo y argumento.
También les digo, agradeciendo su (nunca suficientemente ponderada) comprensión, y reconociendo su (siempre imprescindible) atención, que no han de apurarse mucho más, pues que en esta tercera parte hallarán cumplido final a este cuento chino, y verán aparecer, por fin, a ese involuntario Macguffin, que da nombre al relato: la flauta de Jade. Luego, acaso, se avengan conmigo en la conclusión de que no podía podía haber sido de otra manera, y que puesto que aquí no se buscaba reeditar ni imitar mozartianas flautas mágicas, ni tan siquiera aludir a woodyallenianas referencias fílmicas, la elección del nombre que da título al post no solo es tan buena como cualquiera de la media docena que podía haber barajado en su lugar, sino que es la mejor de las opciones; cuanto menos, una feliz opción.
Un poco más de paciencia, pues. Al fin y al cabo, al solicitarla --la paciencia-- no hago sino sintonizar con el ámbito de la narración y la idiosincrasia de la cultura en que se ubica: la proverbial paciencia china.


VII
El monje errante fue cálidamente acogido en el humilde hogar campesino de la familia Ming. No solían recibir huéspedes, y menos tan especiales como aquél (todo un poeta errante). Tanto el abuelo Cao, como el padre Chuo, como la esposa de éste (y madre de Chuang), se mostraron todo lo sorprendidos que un campesino absorto en sus cotidianas ocupaciones, y sojuzgado por el aspecto práctico de la vida, puede mostrarse. Una vez hechas las presentaciones y determinado el lugar donde habría de dormir (un reservado cercano al hogar, consistente en una simple esterilla de paja de arroz en el suelo), cada uno se puso a la labor que con terca monotonía, día tras día, se realizaba al volver del campo: la madre a preparar la cena, el padre Chuo a limpiar y ordenar los utensilios y aperos de trabajo, y el abuelo Cao a componer ropa y calzado descompuesto (zurcir prendas, coser alpargatas,... esas cosas). Chuang, en cambio, tras dar de comer al ganado (unas cuantas gallinas, unos conejos, un par de cerdos y dos gansos), cosa que hacía diligentemente, y asearse someramente, se ponía a leer a los clásicos --Confucio, Buda, Laozi, Zhuanzi--, a ejercitar su caligrafía y a componer sus canciones. La realización de todas estas actividades formativas se las debía Chuang a su abuelo, quien desde muy joven se dio cuenta del talento del niño, y no habiendo podido hacer lo mismo con su hijo Cao, se volcó con el nieto. Así mientras uno, sentado remendaba o recosía, el otro leía en voz alta, memorizando; y, cuando lo leído, abstruso, lo pedía, preguntaba sobre el significado de tal o cual término, expresión o idea. En cuanto a las composiciones musicales, lo que hacía era transcribir lo que su mente ya había compuesto, preguntando, también, a su abuelo, tal o cual anotación en el lenguaje musical tradicional chino de escala de cinco notas. Estaba claro que, por más que el pragmático padre Chuo deseara que su hijo le sucediera como campesino más apreciado en Palacio, tanto la madre como el abuelo Cao esperaban el día que Chuang pudiera atrapar la oportunidad que sin duda debía pasar ante su puerta para cambiar su fortuna. Quizá llegara a ser músico titular en Palacio, o quién sabe si su fama --porque sobre lo que no albergaban dudas, madre y abuelo, era que la celebridad sería su destino natural-- no llegaría hasta la Capital, desde donde sería reclamado por la Orquesta Imperial del Gozo Perpetuo.

Ni qué decir tiene que el abuelo Cao y Tsung-zi, cuando se miraron a los ojos, inmediatamente se reconocieron. No solo la mutua simpatía, sino la identificación de dos almas que, si ubicadas en situaciones vitales enteramente diferentes, tenían en común, además de la experiencia correspondiente a su similar edad, una idéntica forma de mirar el mundo. A alguien que adolezca de excesiva juventud, quizá le parezca demasiado atrevido este reconocimiento a primera vista, pero quien ya haya vivido lo suficiente como para desarrollar ese sentido de la anticipación y de la intuición (que es el nombre que inapropiadamente se da a la inteligencia inmanente, no reflexiva), sabe a lo que me refiero, y asentirá a la oportuna precisión. Estos dos ancianos, si hubieran dispuesto de la oportunidad, posiblemente habrían compartido mucho más que un monólogo de batallitas. El pasado de ambos contenía la suficiente densidad de vicisitudes y avatares de semejante signo y trascendencia como para compartir varias veladas de animada e íntima confesión, y como para disfrutar de muchos momentos de emotiva comprensión.
Les habló de su sueño sin entrar en detalles. Se limitó a referir la sugerencia hecha por los Inmortales (acerca de un remedio para sanar a la hija del Gobernador), y la coincidencia en el tiempo con la llegada al monasterio de la comitiva palaciega con la mala noticia. Hablando claro: estaba siguiendo una especie de corazonada que pudiera ser no tuviera el efecto deseado, pero que nada se perdería en el intento. Antes al contrario, todos ganarían; y al menos a Palacio, si atendían su petición, les llevaría algo de consuelo, bastante afecto y mucho de sentida solidaridad. Les hizo ver la importancia del papel que Chuang representaría en el asunto, cosa que por un lado les llenó de orgullo (quizá ahí estuviera la oportunidad esperada --pensaron, ilusionados, madre y abuelo; y temió, preocupado, padre) y por otro les infundió un difuso temor (el campesino jornalero siempre temerá salirse de su guión para invadir el de su Señor). El monje-poeta les tranquilizó. Tenía un plan.
Puesto que no estaba seguro de ser bien recibido en Palacio si se presentaba por su cuenta, solo con el niño, irían como representación de la asamblea de campesinos del valle, que, condolidos con la desgracia de Yuang Shu Mei, deseaban homenajearla y hacer una ofrenda al Buda Sonriente de la Pagoda de Palacio. Sería una especie de Festival de Súplica con el que querían compartir dolor, pero también aportar bienestar y consuelo. Chuang debía componer una bella --y excepcional-- melodía, mientras que él haría lo propio con un poema. Cuando ambos, músico y poeta, hubieran terminado sus respectivas obras irían, junto a una comisión de campesinos, en embajada a presentar sus respetos y su ofrenda a Palacio. Realizarían la ofrenda y cantarían la canción ante Pálida Flor de Loto. Después, solo restaba esperar.

Madre, padre, abuelo e hijo se miraron entre sí y miraron a aquel monje errante, poeta de los caminos, anciano venerable y jovial aventurero que había irrumpido en sus vidas. Nadie esquivó la mirada de nadie, se estaba estableciendo un íntimo vínculo de complicidad, una conexión de almas por la consecución de un objetivo común, de una misión que les llenaba de entusiasmo y venía a dotar de un nuevo interés a sus vidas. En la mente de todos apareció la imagen de una niña a la que no conocían, una bella niña para la que el gran teatro del mundo había bajado el telón. Todos sintieron, en ese instante de miradas cruzadas, en ese anudarse los corazones, un intenso sentimiento de compasivo amor  por aquella criatura. (Este podía ser un ejemplo de cómo la desgracia de una niña --un mal-- estaba provocando una reacción solidaria en sentido contrario --un bien--. ¿Se atendría este caso concreto a la genérica regla del Espíritu de Compensación acordada entre los Inmortales en el sueño tenido por Tsun g-zi?).
Se dieron de plazo una semana para la realización de sus respectivas composiciones. Mientras, se convocaría la asamblea de campesinos para informar de la iniciativa, aprobarla (pues se aprobaría), decidir los integrantes de la comisión representativa que habría de acudir a Palacio, y preparar todo lo necesario en cuanto a indumentaria y entidad de las ofrendas (siguiendo el principio atávico de una representación de cada uno de los cuatro elementos --tierra, agua, aire y fuego--, en armonía con la dualidad fundamental --yin y yang).
Todo ello se llevaría a cabo sin alterar ostensiblemente el ritmo habitual del trabajo: al día siguiente todos los campesinos estaban enterados del plan, Chuang seguía componiendo en su viaje de ida y vuelta a los campos de arroz, pero ahora con un objetivo más enfocado, con una mayor concentración, pero cuidándose muy mucho de ensayar las notas de la nueva composición cuando pasaba junto a los muros de Palacio (pudiera ser que nadie allí dentro escuchara los sones de su flauta, pero debía mostrarse cauto: la composición habría de ser totalmente inédita para los moradores palaciegos). Así pues solo el viento, los árboles, la tierra y los canales que corrían linderos con los caminos oirían las modulaciones que el sensible y noble corazón de Chuang ensayaría para su gran obra.


VIII
Tsung-zi, por su parte, aprovechaba el tiempo en que se laboraba en los campos para caminar entre ellos y alrededor de Palacio, sentarse aquí o allá a escuchar el canto de las aves, o el discurrir del agua por los canales, o la música que de vez en vez se dejaba oír procedente de Palacio, y meditar. Meditaba caminando, meditaba sentado, meditaba acostado sobre la hierba y mirando las nubes pasar. Debía componer uno de sus mejores poemas y eso es algo que no se puede forzar. La inspiración debía propiciarla, pero no es algo que pueda ser exigido; el poeta solo puede abrirse a las cosas, a los sentimientos, a la luz del conocimiento, más no obligar o conminar a que le cuenten sus secretos, y menos con palabras puras. Así pues, el anciano poeta se sometía a la voluntad de lo que es, para que lo que es le trasfundiera parte de su sangre, le revelara las palabras capaces de revertir un destino ya trazado, capaces de invocar fuerzas salvíficas, sin que ese, su benéfico objetivo, supusiera, por compensación, ningún mal equivalente a ningún inocente. Al fin y al cabo, se trataba de una excepción, y ese particular no recordaba haberlo soñado. Esperaba que las excepciones no estuvieran sometidas  a la regla general.

Como solía ocurrir cuando debía componer por encargo, durante los dos o tres primeros días no recibía más que el aliento descorazonador de lo difuso, de lo vacuo, de la mera cáscara sin semilla. Un batiburrillo de conceptos (que no palabras cargadas de sentido y significación) se le agolpaban en la mente sin orden ni concierto, ninguna idea genial, nada que le sirviera para una misión como aquella.
Pero un día, mientras permanecía sentado a la escasa sombra de un ciruelo (pues era un día especialmente radiante de un otoño especialmente benévolo), a la vista del Palacio, concentrado en tratar de imaginar el sentir de aquella niña, vio --o creyó ver-- asomarse a la balconada del piso superior del Pabellón del Sueño del Loto, dos figuras femeninas: una, la que iba adelante caminando con sumo cuidado, como flotando sobre nubes, era más pequeña que la segunda; ésta se movía sincronizando sus movimientos a la primera. No podía ser otra que la hija del Gobernador acompañada de una de sus damas. Pese a que la distancia que los separaba alcanzaría un cuarto de li (algo más de cien metros) Tsung-zi pudo distinguir perfectamente las diferentes indumentarias y peinados, más sobrios en la figura grande que en la pequeña que la precedía. Ésta vestía uno de esos suntuosos Qipaos de seda habituales en las cortes de la nobleza, con una especie de chal sobre los hombros, ambas prendas de colores vivos; dos largas trenzas negras le caían a ambos lados del pecho hasta la cintura. Decididamente era Yuang Shu Mei, pues la rigidez con que movía la cabeza no era la propia de alguien que contemple graciosamente el paisaje, desplazando su mirada por las cosas, sino la de quien está escuchando o conformándose con sentir sobre su piel la caricia de la brisa. En el corazón del anciano poeta brotó, espontánea, una emoción que subió hasta sus ojos humedeciéndolos. Aquel bendito y desgraciado ser, injusta y prematuramente cegado a las bellezas del mundo, estaba llamado a encarnar (si cabía creer en aquel fantástico sueño) la prueba de un gran acuerdo entre Inmortales, entre dioses y demonios, entre espíritus del Bien y del Mal. Y aunque lo soñado no hubiera sido más que eso, mero sueño, ¿acaso no merecía la pena la empresa en que se había comprometido?

En ese momento lo vio claro: él no sería más que un medio en manos del destino, una pieza más de un inmenso engranaje necesaria para su buen funcionamiento, quizás solo un lubricante que facilitara el correcto encaje de unas pocas piezas; aun así, las fuerzas que desataría, las ilusiones que pondría en movimiento, justificarían su esfuerzo. Esta reflexión aportaba una red de seguridad a su motivación.
A partir de ese momento, bien por la aparición de Pálida Flor de Loto, bien por la puerta abierta en su alma gracias a la labor introspectiva, las palabras, luminosas, comenzaron a fluir y formar un poema de ondulante ritmo que exhalaba el aroma inconfundible de lo eterno. No sabía de dónde vendrían, qué o quién se las sugeriría, pero su conciencia se pobló de simples palabras engarzadas como perlas para ser cantadas, para ser entretejidas como una diadema de brillo lunar sobre la sinuosa y etérea cabellera de una melodía de viento. Eufórico (pues ni la experiencia ni la edad le habían privado de ciertas emociones juveniles) transcribió estas suntuosas gemas de incalculable valor --palabras nacaradas-- en bellos signos caligráficos. Tsung-zi estaba exultante. Esperaba que Chuang hubiera sido bendecido, como él, por los dioses; y sino, confiaba en que al conocer el poema que habría de convertirse en texto de su melodía, quizá encontrara la inspiración precisa.

El sol reverberaba con alegría en las aguas estancadas del arrozal. Chuang no dejaba de pensar, mientras faenaba inclinándose y levantándose una y otra vez, acerca de la idea nuclear para su melodía (eso que siglos después llevaría el pomposo nombre de leitmotiv). Hasta ahora, a pesar de la motivación extra, o, precisamente a causa de la responsabilidad que lo abrumaba, sus esfuerzos habían sido vanos: muchas ideas, muchos sonidos, pero cuya entidad no sobrepasaba la apropiada a una bonita cancioncilla popular. Nada excelso. De pronto, sintió algo parecido a un pinchazo en su tobillo, algo sutil, apenas doloroso; probablemente algún insecto, molesto con su incesante y rítmico trajín, se había vengado propinándole un picotazo. A los dos minutos su vista comenzó a nublarse, sus miembros perdieron vigor, en su pecho el corazón se desbocó y sintió escaparse la vitalidad de su alma...
(A partir de este suceso, el relato debiera bifurcarse; pues, por un lado, seguiría la senda de lo soñado o imaginado por Chuang mientras yacía inconsciente; y por otro lo que vivían allí afuera, en la realidad circundante, exterior a su conciencia, alarmados ante lo que tenía toda la apariencia de una letal mordedura de serpiente ponzoñosa. Intentaré que esta doble vía pueda recorrerse con la suficiente claridad, evitando, en lo posible, recorridos laberínticos).



IX
El médico enviado por el Gobernador confirmó lo que el tumefacto tobillo derecho de Chuang pregonaba: una mordedura de serpiente, la temida víbora del arrozal. No abundaban, pero era un riesgo que siempre amenazaba la vida del campesino. Normalmente era mortal. Ésta que mordiera al pequeño flautista, no obstante, parecía ser un espécimen joven, sino Chuang ya estaría muerto. Se le purgó la herida, pero eso no evitó que la ponzoña que ya había invadido su cuerpo provocara una serie de manifestaciones a cual más alarmante: sus pulmones se colapsaban, sus músculos se entumecían a la par que cobraban una rigidez anormal, su piel se oscurecía producto de pequeñas hemorragias periféricas, su respiración era agitada, sudaba profusamente aunque su piel permanecía fría.
Durante dos días Chuang osciló entre la vida y la muerte.

En este periodo, de piel para adentro, mientras su cuerpo sufriente, desequilibrado por el veneno, batallaba en un denodado esfuerzo por aferrarse a la vida, su alma viajó y viajó; su conciencia pareció surcar los espacios siderales, cruzar mil cielos, traspasar mil umbrales, acceder a mil mundos,... Buscaba y buscaba... Y al fin encontró: cuatro dioses inmensos, tan inmensos que apenas podía imaginarlos, aparecieron ante él, semejaban estar concentrados en un juego: se agarraba y se soltaban, se enlazaban, se abrazaban, y al cabo se separaban otra vez; daba la impresión de estar inmersos en una especie de competencia de lucha libre, pero sus rostros sonrientes delataban la naturaleza lúdica de su sinuoso dinamismo. Al percibirse ellos de su presencia --de la presencia de Chuang-- cejaron en su juego, lo miraron y seguidamente le hicieron una reverencia,... Los dioses hablaron:
-Yo soy Kun (Tierra) --dijo uno, con voz sólida y fecunda.
-Y yo Kan (Agua) --secundó otro, y su decir era fluido y cantarín.
-Y yo Sun (Viento) --terció el tercero, sibilante y sutil.
-Y yo Li (Fuego) --apostilló el cuarto, enardecido y pasional.
Y los tres primeros comenzaron a repetir sus nombres rítmicamente, con diversas cadencias, como si fuesen trigramas en mutante dialéctica musical. Fuego permanecía, nuclear, como el corazón que animaba este constate y perpetuo son, ya enalteciendo, ya modulando, ya brioso, ya cadencioso. Chuang, la conciencia de Chuang, se dio cuenta que le estaban transmitiendo una melodía, pero era una melodía que sonaba desintegrada, bella en los fraseos simples, pero carente de ligazón. Faltaba algo, algo que no sabía qué era, pero que si no faltase, la música resultante sería de una belleza celestial. Súbitamente comenzó a caer sobre los dioses y sus rítmicas mutaciones vocales, sobre su bella melodía desintegrada, una fina lluvia de perlas como si fuesen esféricos copos de nieve, que obró el milagro: lo desintegrado comenzó a integrarse, los sonidos a empastarse, la melodía a crecer y crecer en belleza a medida que esto sucedía. Aquella lluvia de finos copos de nácar había actuado de integrador, de amalgamante, de catalizador de aquellos hermosos sonidos separados fundiéndolos en uno solo que lo llenaba todo, que desvelaba todo, que alumbraba todo: música de luz desintegrando las tinieblas. Si el alma puede llorar de alegría, la de Chuang lo hizo. Lágrimas, eso sí, que eran negras como el carbón, bellas lágrimas negras como el ébano, brillantes lágrimas negras como el azabache.

La fiebre fría mantenía al pobre Chuang en un irse y venirse. Sus padres y abuelo, resignados pero afligidos, no dejaban de cogerle las manos, de frotarle el cuerpo con la esencia de milenrama como les recomendara el doctor y de cambiarle las compresas de flor de loto que habían de aplicarle en la frente. Tsung-zi, por su parte, rezaba a todos los dioses conocidos y aún a los desconocidos (comenzó a dudar de la presciencia de su sueño, de sus propias conclusiones, de su misión). Al segundo día de convalecencia se le ocurrió al monje poeta que si el pequeño compositor había de morir, al menos que lo hiciera tras escuchar el poema al que ya no podría poner música. Sintió que debía hacerlo como un homenaje, y así lo hizo. Le declamó, como si fuese una canción de cuna dedicada a un rorro, la diadema de palabras nacaradas que había titulado Las Perlas de Shu Mei.
No se sabe el poder que puedan tener las palabras, y menos, las palabras con el poder de universos latiendo en su seno. Lo cierto es que al tercer día Chuang comenzó a mejorar: su pulso se calmó; su piel retomó, poco a poco, su color natural; sus músculos se relajaron,... en una palabra: volvió a la vida.
Todos recordarían por siempre aquel momento. El alba no se quiso perder el acontecimiento y asistió con sus dedos rosados acariciando la frente de Chuang. El niño emergió de aquel incierto sueño de dos días largos, en que quizá visitara la tierra de los Espíritus Inmaculados, con una beatífica sonrisa en sus labios. Aunque momentáneamente ensombrecida cuando abrió los ojos, instantes después su cara volvió a iluminarse: pidió su flauta. Su abuelo Cao se la tendió, Chuang palpaba el aire buscándola (en ningún momento perdió su beatífica sonrisa). Entonces todos se dieron cuenta de que sus ojos no veían. Se sabía que una de secuelas, en los pocos casos en que la mordedura de una víbora del arrozal no había sido mortal, era la ceguera; pero, en ese momento era lo que menos esperaban. La alegría se mezcló con la tristeza en los corazones de aquellas buenas gentes. No obstante, viendo la sonrisa del niño, la entereza inusitada con que encajó la ceguera, su entusiasmo por lo que parecía aún más importante para él que la vista, su facultad creativa intacta y resurgida del sueño con una intensidad y determinación nunca antes mostrada, fue suficiente para apaciguar la congoja que sentían. Una vez puesta la flauta en las manos de Chuang, se aprestaron a escuchar cuál era el motivo que le hacía sonreír de aquella forma y despreciar la angustia que la pérdida de la visión debiera haberle provocado.


X
Una semana después, la Comisión Campesina fue recibida en Palacio con honores propios de las recepciones oficiales dedicadas a la Nobleza. Todos los sirvientes de Palacio (menos la Guardia de Recinto que nunca abandonaban sus puestos de vigilancia) permanecían perfectamente formados a uno y otro lado de la Avenida de los Gingos que desde el Bosquecillo de Prunos de la Puerta Norte conducía directamente al Edificio Principal o Mansión de la Felicidad Celeste. Allí, la guardia personal del Gobernador, o Guerreros de Yelmo Azul, relevaba a la escolta de sirvientes hasta los pies del sitial donde la familia del Gobernador esperaba vestida de Gala.
En el medio, el Gobernador sentado en su silla de Yunan; a su derecha, la esposa consorte Yuan Wei y a su izquierda, su hija Yuang Shu Mei; ambas ocupando sendos sillones lacados en rojo. Más allá, a izquierda y derecha, la demás familia aguardaba, estatuaria, sentada sobre sillas de abeto rojo de respaldo alto. A un lado y otro del sitial, las Damas de Honor y de Compañía, a la derecha; y los Pajes de Cámara, a la izquierda. Siguiendo a éstos, en lugar preferencial: el Maestresala Mayor, los Gerentes de Campo y los Contables de Hacienda.
Los integrantes de la Comisión (la familia Ming al completo, el monje errante y otros seis campesinos) no sabían a dónde mirar, maravillados por la magnificencia de cuanto veían. En aquel instante se fraguó el orgullo que a partir de entonces les cabría en el pecho. Pues sabían que ellos contribuían a aquel esplendor y su Señor con ellos lo compartía, tratándolos como si fueran príncipes.
Tras la ceremonia de bienvenida y el intercambio de regalos (unos mas humildes, otros más opulentos, todos igual de valiosos), y antes de realizar la ofrenda al Buda Sonriente que sería el último acto de este Festival de la Súplica (como lo bautizaron los campesinos), se procedió a homenajear a Yuang Shu Mei, interpretando la canción compuesta en su honor. Chuang y Tsung-zi se adelantaron y ocuparon el centro ante el sitial. Como todos vieran que el niño iba cogido de las ropas del monje, haciendo caso de sus indicaciones, dedujeron que él, como Yuang Shu Mei, era ciego. En el rostro del Gobernador y en el de su Consorte (y quizá en el de todos los presentes) se podía leer la emoción al darse cuenta de este dato.

Se sentaron uno al lado del otro, los dos mirando al frente, hacia el Gobernador, su esposa y su hija.
Comenzó la melodía que parecía traída por el viento primaveral que sueña en las Montañas Azules. Una sorprendente y dulce voz salió de la garganta de aquel anciano, parecía tan consoladora y bella como el canto que el hibisco dedica a la peonía. Después, torrentes de notas siseadas hacían evocar los murmullos de los dioses cuando están enamorados, y la voz siempre clara y neta de Tsung-zi daba la réplica relatando la leyenda de las perlas de Shu Mei, de puro nácar negro engastadas en una diadema de jade, que acabaron convertidas en estrellas cuando la Princesa Shu Mei se ciñó la diadema en su frente. Fueron solo siete minutos, pero la sensación experimentada bien pudiera haber supuesto una dichosa eternidad para todos los presentes. Cauces salobres en las mejillas, ojos más brillantes que diamantes bañados en rocío, emoción, sobre todo, emoción en los alientos entrecortados, en los latidos acelerados, en la quietud alborotada de las almas enaltecidas...
Cuando monje y flautista finalizaron su tonada, un reverencial silencio prolongó el eco de las notas musicando el eco de la voz. Después... Ocurrió que Yuang Shu Mei se levantó de su asiento ante el pasmo de todos y, caminando segura, fue derecha a donde se encontraba Chuang. Lo tocó con su mano y  se fundió con él en un abrazo que desató la emoción contenida. Todos, perdiendo la noble compostura y discreción (salvo el Gobernador y su esposa que se limitaron a sonreír ampliamente, regocijados a la vez que conmovidos), lanzaron vítores en honor de los dos niños ciegos que, posiblemente, en ese momento, fueran los seres más felices de la Tierra.


Epílogo
Como ya habrán deducido los lectores, bien fuera por lo eficaz que resultara todo el plan tramado por el monje-poeta errante Tsung-zí, bien por la providencial intervención de los Inmortales (en virtud de un fantástico e increíble corolario de excepción a un no menos increíble Espíritu de Compensación), bien por las energías positivas movilizadas en pos de una improbable curación, o bien porque la vida es así de caprichosa, lo cierto es que poco después, la hija del Gobernador, tan inexplicablemente como perdiera la vista, la recuperó, creciendo bella y hermosa como una pálida flor de loto.
El monje Tsung-zi siguió viajando por toda la provincia hasta que sus pies se negaron a dar un paso más. Terminó sus días, en paz, en una celda del Monasterio del Dragón Celestial. Se fue mientras dormía, llevándose muchos secretos con él que muy pocos conocieron.
En cuanto a Chuang. El niño Chuang, "Puro entre los Puros", permaneció siempre ciego, pero eso no fue óbice para que desarrollara su enorme talento musical, que lo llevaría a la Corte Imperial de Beijing, a la Ciudad Prohibida, de donde fue Maestro Compositor de Cámara, e intérprete personal de emperadores (pues sobrevivió a dos), quienes le solicitaban con gran placer les interpretara aquella hermosa canción (la más hermosa que nunca se compuso, al decir de las Crónicas de la Corte Imperial) titulada Las Perlas de Shu Mei, tañendo con su incomparable maestría y sensibilidad aquella maravillosa flauta de jade que el Gobernador de su provincia natal hizo fabricar, con perlas negras engastadas, y que le regalara el día en que se casó con su hija.

Fin de la Flauta de Jade


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CONTRAPUNTO


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ILUSTRACIONES
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Zhang Daqian 
 (1899-1983)

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