miércoles, 30 de junio de 2010

CUENTOS AMIGOS: El Príncipe Feliz


Vengo de aspirar el perfume de las rosas, ya casi secas, de mi jardín privado; ese por el que, público, tantos pasan sin reparar en ellas. Yo, sí, yo me detengo rosal a rosal y les saludo; saludo a la rosa de ayer y al capullo que será rosa mañana; acaricio sus hojas, huelo sus corolas, registro su tacto y sus aromas...
A veces le disputo a alguna abeja el privilegio; nada grave:

-"Usted, primero", nos decimos mutuamente;
y los dos, a un tiempo, nos chocamos, trompa con frente:
-"¿Le pinchó alguna idea señora abeja?",
-"¿Y, a Usted, mi aguijón hiriente?"

Tras comprobar la ausencia de daños volvemos a las flores, soñadores: yo, con un vuelo de abeja cruzándome la mente; ella, con su levedad laboriosa se aleja hacia otra rosa, displicente; ella transmutará en miel el polen que la flor ofrece; yo, en algunos versos dulces, su aroma, y eso, con mucha suerte.

Por arriba me llega, melodioso, el trino polifónico de las aves: coro en cúpula de castaños y de sauces; una brisa leve mueve las ramas y el follaje y me trae un bello cuento a las mientes.
-"Ya tengo tema para mañana", me digo. Y rompo los esquemas, y me dedico a pergeñar este impromptu inesperado, postergando lo pensado a una próxima ocasión.
Y aquí está la mariposa que, cazada sin querer, se me vino a mí a ofrecer entre rosas y trinos y brisa cadenciosa que sigue soplando, nemorosa, en mi jardín privé.

No es mi costumbre traer hasta este blog las páginas ajenas más que como citas, y no como recurso ante la falta de laboriosidad o el exceso de pereza. Este no es el caso. El cuento que hoy engalana este sacrosanto espacio de la palabra, la imagen y la música, es uno de los cuentos más maravillosos que se hayan jamás imaginado. De un autor con una sensibilidad extrema que nos ha dejado obras ya imperecederas, y referencias de la literatura universal. Me refiero a ese lord irlandés de buenas maneras y pluma afilada como el acero, que es Oscar Wilde.
Disculpen la extensión, pero no he querido entregarlo por fascículos: va entero y de una vez; en la mejor traducción que he encontrado.

La música de hoy, que acompaña a este relato excepcional, es del gran Piotr Ilich Tchaikovsky, el más romántico y danzarín de los románticos rusos (si exceptuamos algunas páginas de ese otro gran sentidor que fue Sergei Rachmaninoff). Aquí en su sensitivo, complejo y dificilísimo Concierto en Do, Opus 35, para Violín y Orquesta: pura emoción de un instrumento caleidoscópico que en esta pieza desarrolla gran parte de sus múltiples registros.
De Rachmaninoff adjunto su pieza quizás más popular: el Vocalise Op. 34 nº 14, una canción para soprano y piano, perteneciente a un ciclo de 14 canciones, que se suele tocar, también, a violín. Van las dos versiones.

EL PRÍNCIPE FELIZ

En lo alto, dominando la ciudad y situada encima de una elevada columna, se hallaba la estatua del Príncipe Feliz. Era una estatua dorada, toda cubierta con delgadas láminas de oro fino; por ojos tenía dos resplandecientes zafiros y un gran rubí brillaba en la empuñadura de su espada.

¡Verdaderamente, se trataba de una estatua admirable!

-Es tan hermosa como una veleta –indicó uno de los concejales, que deseaba ganarse la reputación de tener muy buen gusto artístico-. Solamente que no es tan útil- añadió temiendo que la gente pudiese pensar que era poco práctico, cosa muy alejada de la realidad.

-¿Por qué no serás igual que el Príncipe Feliz? –le preguntó una juiciosa madre a su hijito que lloraba desvariando al pedir la luna- El Príncipe Feliz nunca lloraba pidiendo cualquier cosa.

-Me siento contento al ver que, en el mundo, alguien es completamente dichoso –murmuró un hombre ya sin ilusiones, mirando fijamente la maravillosa estatua.

-¡Tiene el aspecto de un ángel! –exclamaron los niños del Hospicio mientras salían de la catedral con sus resplandecientes capas escarlatas y sus blancos y limpios uniformes.

-¿Qué sabéis vosotros? –preguntó el maestro de matemáticas-, si nunca habéis visto uno.

-¡Claro que sí, los hemos visto en sueños! –respondieron ellos y el maestro de matemáticas los miró muy severo frunciendo el ceño porque no aprobaba el que los niños soñaran.


Cierta noche voló sobre esa misma ciudad una pequeña golondrina. Sus amigas de habían ido a Egipto seis semanas antes, pero ella iba con retraso porque se había enamorado del más hermoso de los junquillos. Ambos se conocieron al principio de la primavera mientras ella volaba sobre el río persiguiendo a una polilla gruesa y amarillenta, fue entonces cuando se sintió atraída por la esbeltez de aquel Junquillo que, inmóvil, no podía ir a su encuentro.

-¿Debo amarte? –quiso saber la golondrina, que se prendó inmediatamente de él en cuanto le hizo una reverencia.

Así pues, voló en círculos alrededor suyo, tocando el agua con sus alas y haciendo plateadas olitas.

De esta manera se desenvolvió su cortejo durante todo el verano.

-Es un noviazgo ridículo –piaron las otras golondrinas-. Él no tiene dinero, carece de relaciones, y encima el río está lleno de sus parientes los otros junquillos, además, cuando el otoño venga todas nosotras volaremos lejos de aquí.

Llegado el momento, las golondrinas se fueron y ella se quedó sola y empezó a cansarse de su amado.

-Carece de conversación –reflexionaba- y me temo que sea un conquistador porque siempre está flirteando con la brisa.

Y era cierto, pues, cuando ésta soplaba, el Junquillo se inclinaba ante ella galantemente una y mil veces.

-Admito que sea hogareño –continuó la golondrina-, pero a mí me gusta viajar, y, a mi esposo, consecuentemente, tiene que agradarle también.

-¿Vienes conmigo? –le pregunto al final.

El Junquillo dijo que no con la cabeza porque estaba muy unido a su hogar.

-¡Veo que te importo muy poco! –gritó ella- Estoy muy lejos de las pirámides, así que me voy. ¡Adiós! –y se alejó volando.

A lo largo de todo el día estuvo de viaje y al atardecer arribó a la ciudad.

-¿En dónde voy a instalarme? –se preguntó- Espero que la ciudad tenga preparado algún tipo de alojamiento en estos casos.


Entonces vio la estatua sobre una elevada columna.

-Quiero aposentarme ahí arriba –exclamó-; es un buen lugar con abundancia de aire fresco.

Y descendió hasta situarse entre los pies del Príncipe Feliz.

-Tengo un dormitorio dorado –se dijo blandamente mientras miraba en derredor y ya se disponía a dormir, pero justo estaba poniendo la cabeza bajo el ala, cuando una gran gota de agua cayó sobre ella.

-¡Qué cosa más curiosa! –comentó-; aquí no hay una sola nube en el cielo, las estrellas están completamente claras y brillantes, y, sin embargo, llueve. El clima en el norte de Europa es verdaderamente terrible. Pero al Junquillo le gustaba la lluvia simplemente porque es un egoísta.

Entonces cayó otra gota.

-¿Para que sirve una estatua si no puede guarecerte de la lluvia? –se dijo- Debo procurarme el cobijo de una buena chimenea –y decidió volar de nuevo.

Pero antes de que desplegase las alas, cayó una tercera gota y al mirar hacia arriba vio... ¡Ah, qué es lo que vio!

Los ojos del Príncipe Feliz estaban llenos de lágrimas y éstas se deslizaban incontenibles por sus mejillas de oro. Su rostro era tan hermoso a la luz de la luna, que la pequeña golondrina se sintió llena de piedad.

-¿Quién eres tú?- preguntó.

-Yo doy el Príncipe Feliz.

-¿Entonces, por qué estás llorando? –quiso saber la golondrina –Me has dejado completamente empapada.

-Cuando estaba vivo y tenía un corazón humano –respondió la estatua-, no conocía las lágrimas porque moraba en el palacio del Sans-Souci, en donde la tristeza tenía prohibida la entrada. Durante el día, jugaba con mis compañeros en el jardín y al caer la noche bailaba en el gran salón. Rodeando el jardín había un muro muy alto, pero nunca me preocupé en preguntar que se extendía detrás de él; ¡todo cuanto había a mi alrededor era tan hermoso! Mis cortesanos me llamaban el Príncipe Feliz y yo era dichosos de veras, si es que el placer otorga la felicidad. Así viví y así morí. Y ahora que estoy muerto, me han colocado aquí arriba, tan alto, que puedo ver todo lo feo y todo lo miserable de mi ciudad, y aunque mi corazón esté hecho de plomo, no puedo dejar de llorar.

-Pero, ¿no es de oro puro? –se interrogó la golondrina ya que era demasiado educada para realizar una observación personal en alta voz.

-Allá lejos –prosiguió la estatua con su acento musical-, allá lejos, en una callejuela hay un pobre hogar. Una de las ventanas está abierta y a través de ella puedo ver a una mujer sentada a la mesa. Su rostro es delgado, está envejecido y tiene las manos toscas y rojas, llenas de alfilerazos por la aguja, ya que es costurera. Borda pasionarias sobre un vestido de satén para las más adorable de las doncellas de honor de la reina, que irán al próximo baile de la corte. En un ángulo de la habitación, su hijito está acostado en la cama, enfermo. Está con fiebre y pide naranjas. Su madre no tiene nada que darle como no sea agua del río y el niño llora. Golondrina, golondrina, pequeña golondrina, ¿quieres llevarle el rubí de la empuñadura de mi espada?; tengo los pies clavados a este pedestal y no puedo moverme.


-Me aguardan en Egipto, -repuso la golondrina-; mis amigas ya están volando sobre el Nilo y charlando con las flores de loto, pronto dormirán en la tumba del gran rey. El rey está allí en su ataúd pintado; yace envuelto en lino amarillo y ha sido embalsamado con especias. Alrededor de su cuello luce una cadena de jade verde pálido y sus manos son iguales a hojas marchitas.

-Golondrina, golondrina, pequeña golondrina, -dijo el Príncipe-, ¿no quiere permanecer conmigo una sola noche y ser mi mensajera?; el muchacho está sediento y la madre ¡tan triste!...

-A mi no me gustan los chicos –le explicó la golondrina-. El último verano, viviendo yo junto al río, había allí dos muchachos muy brutos, hijos del molinero, que estaban siempre tirándome piedras. Por supuesto nunca me dieron, porque nosotras las golondrinas volamos demasiado lejos de su alcance, y, por otra parte, yo provengo de una familia célebre por su agilidad, mas aún así, semejante comportamiento era señal de poco respeto.

El Príncipe Feliz miró tan apesadumbrado a la pequeña golondrina que ésta se entristeció.

-Hace mucho frió aquí –repuso-, sin embargo me quedaré contigo por una noche, y seré tu mensajera.

-Gracias, pequeña golondrina –dijo el Príncipe.

La golondrina arrancó el gran rubí de la empuñadura de la espada del Príncipe y con él en su pico voló sobre los tejados de la ciudad.

Volando pasó cerca de la torre de la catedral que era en donde estaban esculpidos los ángeles de mármol blanco. Pasó junto a palacio y pudo escuchar el sonido de la música de baile. Una hermosa muchacha salió al balcón con su enamorado.

-¡Qué maravillosas son las estrellas –le decía él-, y que maravilloso es el poder del amor!

-Estoy esperando mi vestido y quiero que esté listo a tiempo para el baile –respondió ella-. He ordenado que me lo borden con pasionarias, ¡pero estas costureras son tan perezosas!

La golondrina voló sobre el río y vio las farolas colgando de los mástiles de los barcos. Voló sobre el ghetto, y vio a los viejos judíos regateando entre ellos y pesando dinero en balanzas de cobre. Finalmente llegó a la humilde casa y miró adentro. El chico se encontraba en su cama, tosiendo enfebrecido y la madre se había quedado dormida porque hallábase muy cansada.

La golondrina se introdujo en la habitación y dejó caer el enorme rubí sobre la mesa, cerca del dedal de la mujer. Entonces revoloteó suavemente alrededor de la cama, abanicando la frente del niño con sus alas.

-¡Qué fresco siento! –exclamó en chico- Debo estar mejor -y cayo en un delicioso sueño.

De nuevo la golondrina voló regresando junto al Príncipe Feliz y le contó lo que había visto.

-Es curioso –comentó-, pero he entrado en calor ahora, aunque hace tanto frío.

-Eso es porque has realizado una buena acción –dijo le Príncipe, y la pequeña golondrina comenzó a pensar y después se durmió; siempre que pensaba le entraba sueño.


Al despuntar el día, ella voló sobre el río y tomó un baño.

-¡Qué fenómeno más notable! –dijo el profesor de ornitología, mientras pasaba por el puente- ¡Una golondrina en invierno! –y escribió una larga carta acerca de ello enviándola al periódico local. Cada lector se interesó mucho, pero estaba llena de tantas palabras que no lo pudieron entender.

-¡Esta noche me iré a Egipto! –proclamó la golondrina y estaba muy animada ante la perspectiva. Pero antes fue a visitar todos los monumentos públicos, permaneciendo largo tiempo sobre el campanario de la iglesia.

Donde quiera que ella pasaba los gorriones murmuraban entre sí:

-¡Qué extranjera más distinguida! –lo que a ella la colmaba de satisfacción.

Cuando salió la luna voló hacia el Príncipe Feliz.

-¿Has de darme algún recado para Egipto? –quiso saber-; tengo que partir ahora.

-Golondrina, golondrina, pequeña golondrina –rogó el Príncipe-, ¿quieres quedarte conmigo otra noche más?

-Me esperan en Egipto –respondió la golondrina-. Mañana mis amigas volarán sobre la segunda catarata. Allí los hipopótamos se acuestan entre los cañaverales, y sobre un gran trono de granito está sentado el dios Memnón. Toda la noche vigila las estrellas y cuando amanece el lucero del alba, exhala un grito de alegría y luego queda en silencio. A medio día los amarillos leones se acercan a beber al borde de la laguna; tienen los ojos verdes como berilos y rugen con una fuerza que sobrepasa el estruendo de la catarata.

-Golondrina, golondrina, pequeña golondrina –dijo el Príncipe-, lejos, al otro lado de la ciudad, veo a un joven en una buhardilla, está ante un escritorio cubierto de papeles, y en un jarro que hay sobre la mesa, se marchita un ramo de violetas. Su pelo es castaño y se encuentra revuelto, sus labios son rojos como la granada y sus ojos grandes y soñadores. Está ansioso por concluir un libreto para el director del teatro, pero se halla demasiado entumecido por el frío para poder escribir. No hay fuego en la chimenea y está hambriento y muy débil.

-Me quedaré contigo otra noche más –se avino la golondrina, quien en verdad tenía muy buen corazón-. ¿Debo llevarle otro rubí?

-¡Ay de mí!, no tengo ya rubíes –exclamó el Príncipe-, mis ojos son lo único que me queda. Están hechos de raros zafiros traídos de la India hace mil años. Sácame uno de ellos y dáselo a él. Puede venderlo al joyero, comprar comida y leña y terminar su obra.

-¡Querido Príncipe –protestó la golondrina-, eso no puedo hacerlo! –y comenzó a llorar.

-Golondrina, golondrina, pequeña golondrina –rogó el Príncipe-, haz lo que te pido.

Así pues la golondrina arrancó el ojo al Príncipe y voló hasta la buhardilla del estudiante. Era muy fácil entrar allí por un agujero en el tejado, y ella, rauda como una flecha, penetró en la habitación. Puesto que el joven tenía el rostro entre las manos, no atendió el revoloteo de sus alas y cuando miró vio el hermoso zafiro caído sobre el ramo de las violetas marchitas.

-¡Estoy comenzando a ser apreciado! –exclamó-. Seguro que esto viene de parte de algún importante admirador. Ahora podré terminar mi obra –y contempló el zafiro por completo feliz.

Al día siguiente la golondrina voló hacia la bahía, y posándose sobre el mástil de un gran bajel vio a los marineros arrastrando enormes cajas por medio de maromas e izando después cada una de ellas.

-¡Me voy a Egipto! –pregonó la golondrina, pero nadie estaba dispuesto a escucharla, y cuando la luna salió, fue volando a reunirse con el Príncipe Feliz.

-He venido a decirte adiós- exclamó.

-Golondrina, golondrina, pequeña golondrina –rogó el Príncipe-, ¿quieres quedarte conmigo una noche más?

-Estamos en invierno –objetó la golondrina-, y el escalofrío de la nieve pronto estará aquí. En Egipto el sol calienta las verdes palmeras y los cocodrilos se acuestan en el lodo y miran perezosos alrededor suyo. Mis compañeras hacen sus nidos en las edificaciones de Baalbec, y las palomas rosadas y blancas están arrullándose en los salientes de los templos. Querido Príncipe, he de dejarte, pero nunca te olvidaré, y la próxima primavera te traeré dos hermosas joyas en lugar de las que me diste. El rubí será más rojo que la más encendida rosa, y el zafiro puede ser tan azul como el inmenso mar.

-Allá abajo en la plaza –indicó el Príncipe Feliz-, hay una pequeña cerillera. Ha dejado caer los fósforos en el arroyo, y se han mojado. Su padre la pegará si no trae a casa algún dinero y la niña está llorando. No tiene zapatos ni medias y lleva la cabeza sin sombrero. Arráncame el otro ojo y dáselo a ella, así su padre no la pegará.

-Permaneceré contigo otra noche –repuso la golondrina-, pero no te arrancaré el ojo; ¡te quedarías completamente ciego!

-Golondrina, golondrina, pequeña golondrina –rogó el Príncipe-, haz lo que te lo pido.

Ella entonces le arrancó el otro ojo, voló rauda como una flecha, pasando por encima de la pequeña cerillera, y deslizó la joya dentro de su mano.

-¡Qué encantador pedazo de cristal! –exclamó la muchachita y se fue corriendo a su casa entre risas.


Entonces la golondrina volvió con el Príncipe.

-Ahora que tú estás ciego –le dijo-, me quedaré contigo para siempre.

-No pequeña golondrina –contestó el pobre Príncipe-, debes irte a Egipto.

-Me quedaré contigo para siempre –repitió la golondrina y se durmió a los pies del Príncipe.

Todo el día siguiente estuvo posada sobre el hombro del Príncipe Feliz contándole historias que tenían que ver con tierras extranjeras. Le habló de los rojos ibis que permanecían en hileras a los largo de las riberas del Nilo cogiendo peces de oro con sus picos; de la Esfinge que es tan vieja como el mundo, vive en el desierto y lo sabe todo; de los mercaderes que andan lentamente junto a sus camellos mientras pasan entre los dedos las cuentas ámbar de sus rosarios; del rey de las montañas de la Luna, que es negro como el ébano y adora un gran cristal; de la enorme serpiente verde que duerme en una palmera y tiene veinte sacerdotes que la alimentan con pasteles de miel; y de los pigmeos que navegan sobre un gran lago en anchas hojas planas, y que están siempre en guerra con las mariposas.

-Pequeña y querida golondrina –dijo el Príncipe-, tú me hablas de cosas maravillosas, pero más maravilloso es el sufrimiento de hombres y mujeres; no hay misterio tan grande como la miseria. Vuela sobre mi ciudad, pequeña golondrina y dime que es lo que ves.

Entonces la golondrina voló sobre la gran ciudad y vio a los ricos gozosos en sus alegres mansiones mientras los mendigos estaban sentados a sus portales. Voló por el interior de oscuras callejuelas y vio las blancas caras de los niños hambrientos contemplando con ojos apagados las negras calles.

Debajo de los arcos de un puente dos chicos pequeños pretendían engañar al frío confundidos en un abrazo.

-¡Cuánta hambre tenemos! –se lamentaban.

-No debéis estar aquí –les reprendió un vigilante y ellos se marcharon caminando bajo la lluvia.

La golondrina voló, contándole al Príncipe lo que había visto.

-Estoy recubierto de láminas de oro fino –dijo el Príncipe-, debes quitármelas una por una, dándoselas a los pobres; creo que el oro puede hacerles felices.

Lámina tras lámina de oro fino fue arrancando la golondrina con su pico hasta llevárselas todas y el Príncipe Feliz se quedó completamente despojado igual que un pobre, y los niños recobraron el color en sus rostros, y rieron y jugaron en la calle.

-¡Tenemos pan ahora! –gritaban.

Cuando la nieve cayó y después de la nieve vino la escarcha, las calles brillaban tan resplandecientes como si estuvieran hechas de plata; carámbanos cristalinos, aguzados como dagas, colgaban desde los aleros de las casas; la gente iba envuelta en pieles y los niños lucían rojas capuchas y patinaban sobre el hielo.

La pobre golondrina tenía más y más frío, pero no deseaba abandonar al Príncipe; le quería demasiado. Picoteaba las migas de la panadería cuando el panadero no estaba mirando e intentaba darse calor agitando las alas.

Mas al final dióse cuenta de que se moría; sólo le quedaban fuerzas para volar otra vez hasta el hombro del Príncipe.

-¡Adiós, querido Príncipe –murmuró-, ¿puedo besar tu mano?

-Me siento muy contento de que por fin te marches, pequeña golondrina –dijo el Príncipe-; ya has permanecido demasiado tiempo aquí, pero debes besarme en los labios porque te amo.

-No es a Egipto a donde voy –replicó la golondrina- Voy a la Casa de la Muerte. La Muerte es la hermana del Sueño, ¿no es cierto?


Y besó al Príncipe en los labios cayendo muerta a sus pies.

En ese momento un crujido singular resonó dentro de la estatua como si se estuviera rompiendo, y es que el corazón de plomo se había partido en dos. Además hacía un frío terrible.

A la, mañana siguiente, temprano, el Alcalde estaba paseando por la plaza en compañía de los concejales.

Cuando llegaron junto a la columna, miró hacia arriba en dirección a la estatua.

-¡Dios mío!, ¿qué miserable Príncipe Feliz es el que veo?

-¡Cuán miserable, ciertamente! –corearon los concejales que siempre estaban de acuerdo con el Alcalde, y contemplaron al Príncipe.

-El rubí ha caído de su espada, no tiene ojos y ya no es de oro –dijo el Alcalde-. Ahora no resulta mejor que un mendigo.

-¡Ahora no resulta mejor que un mendigo! –repitieron a coro los concejales.

-¡Y hay un pájaro muerto a sus pies! –prosiguió el Alcalde- Debemos promulgar un edicto: los pájaros no han de morirse aquí.

Y el secretario dl Ayuntamiento tomó nota de la sugerencia.

Entonces, entre todos, echaron abajo la estatua del Príncipe Feliz.

-Como ya no es hermosa, ha dejado de ser útil –comentó el profesor de la Universidad.

La estatua se fundió en un horno, y el Alcalde convocó una reunión del pleno, para decidir que habían de hacer con el metal.

-Deberíamos tener otra estatua, por supuesto –dijo-, y puede ser mi propia estatua.

-¡O la mía! –exclamó cada uno de los concejales y se pusieron a discutir.

Cuando se les vio por última vez aún seguían litigando.

-¿Qué cosa más extraña! –dijo el capataz de los obreros de la fundición. Este corazón de plomo está roto pero el plomo no se ha fundido. Debemos tirárlo.

Así que lo arrojaron sobre un montón de basura en donde también se hallaba la golondrina muerta.

***

-Tráeme las dos cosas más preciosas que haya en la ciudad –le ordenó Dios a uno de Sus ángeles, y el ángel le trajo un pesado corazón de plomo y una golondrina muerta.

-Has hecho bien las cosas –dijo Dios-, porque en mi Jardín del Paraíso este pajarito podrá cantar eternamente, y en mi ciudad de oro el Príncipe Feliz entonará mis alabanzas.

FIN

***
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